Recordando con ira

Le robo el título a Harold Pinter (ups, a John Osborne, gracias a CE por la corrección), dramaturgo ya fallecido, y célebre "angry young man" de los años '50. Reflexiones sobre el presente, alimentadas por la experiencia del autor (yo), testigo a menudo, actor de segunda fila casi siempre, de la segunda mitad del siglo XX (y lo que ¡vaya! va ya del XXI).

jueves, 19 de noviembre de 2009

Tecnología, deseo, crisis

Este artículo trata de la influencia de la tecnología (la misma que uso para escribir y enviar este artículo), a la hora de explicar uno de los hitos del 2009, la crisis del sistema financiero mundial.

Básicamente, la crisis se deriva de la transformación radical que el negocio de la banca viene experimentando, a partir de los años ’70, con la masificación del computador y de las comunicaciones. Tradicionalmente, la banca era un negocio extremadamente conservador. De hecho, en Chile (pero también, en el mundo entero), hasta mediados de los años setenta, poseer una cuenta corriente (una chequera) era un signo de distinción social, equivalente a la pertenencia a una institución tan exclusiva como el Club de Golf. Un dato autobiográfico: a mi padre, modesto empleado público chileno, le costó muchos años obtener la suya. Y no olvido mi admiración reverencial ante su primera chequera, a fines de los ’60. La banca masificada, que se insinuaba ya en el Hemisferio Norte por esos años, era vista con sospecha por los banqueros chilenos: individuos grises, desconfiados, sin nada de la exposición mediática que tanto parece gustar a nuestro actual Hernán Somerville. La Casa Central del Banco Chile (el Banco de Chile), ubicada, tal como ahora, en la calle Ahumada (nuestro ahora masificado Paseo Ahumada) era un lugar tan solemne como una catedral; tan exclusivo como el Club de la Unión. En él, hasta de los cajeros emanaba un sentido de superioridad, de enigmático poder, como si de los funcionarios de El castillo, la novela de Kafka, se tratase.

Nada es así hoy. Enhorabuena. Pero antes de ponernos a celebrar el advenimiento (¡al fin!) de una democracia de masas, detengámonos un momento a ejercer ese anticuado ejercicio (que algunos hoy desprecian como una forma de “arriscar la nariz”). El viejo ejercicio de pensar. No pretendo monopolio alguno sobre él (bienvenidas las réplicas). Pero, sostengo, hemos pasado de una sociedad aristocrática (con complejas relaciones con el estado benefactor de la socialdemocracia, que no puedo aquí examinar), a una democracia del crédito, que se encuentra en la base la crisis actual (y de las que vendrán, en el futuro). Y ello, sostengo además, ha sido hecho posible por la tecnología.

En efecto: la tecnología de la computación y las comunicaciones ha posibilitado varias cosas. En primer lugar, masificar el acceso a los servicios financieros. En tiempos pre-computacionales, el costo de mantener una cuenta corriente era enorme. Imagínense ustedes a minuciosos y obscuros funcionarios dedicados a actualizar manualmente cartolas: a conciliar cheques depositados en bancos a todo lo largo del país (o peor: del orbe), sin otra ayuda que un papel, un lápiz y, quizás, una calculadora. El costo de este servicio sólo podía ser compensado por los intereses arrojados por cuentas corrientes (es decir, cuentas que no cobran intereses) con generosos saldos. En otras palabras, la exclusividad, la distinción social asociada al hecho de ser tenedor de una cuenta corriente, en tiempos pre-computacionales, se explica por un hecho, muy prosaico, pero determinante: sólo era rentable para la banca abrir cuentas corrientes a empresas o a individuos pudientes. Este hecho fue removido por la capacidad, que el computador otorga, de manejar enormes bases de datos. Con ello, los costos asociados a la mantención de cuentas corrientes se tornó despreciable. Y con ello, el control asociado a ellas se relajó: ya no el Gerente del Banco (las mayúsculas aquí son imprescindibles), sino el humilde ejecutivo de cuenta (un ingeniero comercial: es decir, un trabajador especializado) es ahora más que suficiente para decidir la apertura de una cuenta corriente. Banco del Estado mediante, hoy en Chile sólo hace falta tener un RUT. Asi, de paso, la ciudadanía pasa a coincidir con la calidad de cliente de la banca. Exagerando un poco las cosas (pero no tanto): chileno es, ahora, quien tiene una cuenta en el Banco de Chile.

La expansión universal de las cuentas corrientes va a la par con la expansión de crédito. Antes, obtener un crédito era una suerte de operación metafísica, alquímica. Los créditos de consumo y las líneas de crédito, tan comunes hoy, eran casi inexistentes (requerían de la confianza otorgada por uno de estos kafkianos personajes, el Gerente). Y los créditos para empresas tenían que ser evaluados, de nuevo, mediante papel y lápiz: demencial operación, puesto que bastaba con que cambiara un solo factor (la tasa de interés, el valor del dólar), para que los papeles fueran a parar al tarro de la basura, y hubiese que empezar de nuevo, desde cero. La cosa era lenta, trabajosa: tanto, como viajar en carreta. La computación cambió decisivamente este escenario. Ahora, la evaluación de un crédito es cuestión de segundos. Y la masificación hizo posible, cuestión decisiva en la crisis actual, distribuir globalmente el riesgo: si antes un crédito era evaluado en función de su riesgo inherente, ahora se trata más bien de la operación estadística de la “ley de los grandes números”: lo que determina el otorgamiento, o no, de un crédito, es el riesgo global asociado a una determinada población (por ejemplo: los compradores de casas entre los 30 y los 45 años). La expansión casi infinita de las comunicaciones contribuye también a esto. Dicha expansión ha hecho posible la constitución de un sistema financiero global, que “securitiza” paquetes enteros de créditos (hipotecarios, por ejemplo): en virtud de este proceso, los créditos son adicionados hasta conformar un paquete, cuyo riesgo es vendido a instituciones financieras repartidas en todo el orbe. Así, el riesgo asociado a un crédito otorgado a un habitante de La Florida puede resultar vendido a un banco, digamos, en Islandia.

De esta manera, globalizada, el crédito (bajo la forma de tarjetas de crédito, bancarias o de grandes tiendas, de créditos de consumo, de préstamos hipotecarios) se expande  por todo el planeta. Surge así una ciudadanía global, coincidente con la ciudadanía del crédito. 

Hasta aquí, todo bien (no arrisquemos la nariz). Pero hay un problema: la “ley de los grandes números” afirma que, en situaciones normales, los créditos “malos” (sub-prime, en la jerga financiera) se compensarán con los “buenos”. Por cada fresco, hay varios buenos pagadores. Pero esa “situación normal” es sólo probabilística: basta con que las propiedades en USA, que durante 120 años, no hicieron sino subir de precio, excepcionalmente bajen (pero ojo: tal “excepción” es producto de una sobreoferta, producida por el mismo sistema), para que todo se desmorone. Esa es la situación actual.

Algo más: si le creemos a los pensadores mas lúcidos de la Modernidad (personajes como Hobbes, como el mismo Hegel), lo que caracteriza al individuo moderno es su deseo infinito, ilimitado,. Este deseo, claro, era meramente un potencial. Difícil de realizar para la gran mayoría. En la actualidad, crédito y publicidad mediante, el deseo parece realizable, ahora, ya. Un dato: en Inglaterra (desconozco las cifras chilenas, pero deben ser semejantes), un banco que cayó en quiebra (Northern Rock) tenía, en promedio, deudas hipotecarias superiores en un 120% al respaldo real de estas deudas (el valor de mercado de las propiedades). De paso, tratándose de las instituciones bancarias mismas, esta situación es mucho peor: en Inglaterra, el muy respetable Barclays Bank tenía, al momento de la crisis, una tasa de endeudamiento del orden de ¡61 veces! sus activos reales. Pero volvamos a los modestos consumidores: ¿qué hace un consumidor con el 20% de diferencia entre el valor de la casa, que está comprando, y el crédito  que consiguió? Muy fácil: dar rienda suelta a sus deseos (o los que la “tele” le dice que lo son): el ansiado 4x4, el viaje con los niños  a Disney, las vacaciones para el matrimonio agonizante en Punta de Cana, la última TV de pantalla plana, el último computador.

Desde mi propio computador, insatisfecho, deseante (y también algo endeudado), escribo estos pensamientos.

1 comentario:

Alex Choquemamani dijo...

Muy interesante artículo, me permitió conocer, a través del caso de chile, la masificación y crisiste del sistema finaciero.