Sin duda, Jorge Arrate impresiona como intelectualmente superior a sus contrincantes. No obstante, frente a los diversos problemas nacionales (salud, educación, pobreza, por sólo nombrar algunos), y sobre el financiamiento para darles alguna solución, su respuesta (y la de los partidos y personas que lo apoyan) es automática: “Estado”.
¿Hay algo que el Estado tenga que amerite tan automática respuesta? ¿Se encuentra esta respuesta de alguna manera relacionada con el pensamiento de Marx, o es el resultado de una contingencia histórica, pero cuya historicidad se ha olvidado, y por ello termina convertida en artículo de fe? Cuáles son las razones, tanto locales como internacionales, que han determinado que “izquierda” y “estatalismo”, o “estatolatría” hayan llegado a ser prácticamente sinónimos?
Empiezo por decir que, a partir de Marx sólo es posible entender al Estado como, en esencia, un animal peligroso, nocivo: en el mejor de los casos, un mal que transitoriamente habría que intentar domesticar, como etapa hacia una sociedad sin dominio, y por tanto sin Estado. Pues el Estado es una maquina que, de manera análoga al mercado, se apropia de las energías creadoras del ser humano, y las “cosifica”: las transforma en cosa extraña y opuesta a sus productores. A través del mercado, las cosas “olvidan” su historia (la sangre, el sudor, las neuronas y las vísceras invertidas en su producción) y se transforman en mercancías, dotadas de una propiedad enigmática y abstracta: su precio (valor de cambio, dirían los puristas, pero este no es un tratado). El trabajador moderno, bajo las condiciones del mercado capitalista, no se pauperiza (como en algún momento Marx lo pensó). Pero no puede ya reconocerse en lo que le es más propio, su producción.
Lo mismo sucede con el Estado. En condiciones modernas, de sociedades crecientemente masificadas, el Estado no puede sino operar por medio de una racionalidad abstracta (por ejemplo, la del derecho), ciega respecto a la complejidad de la vida humana. Esta racionalidad abstracta constituye una verdadera “jaula de hierro” (la expresión es de Max Weber, en cuyo pensamiento los pensadores marxistas más lúcidos del siglo XX, como Lukacs, Adorno y Horkheimer supieron reconocer una extensión del pensamiento de Marx). Al interior de esta jaula (la del Estado capitalista o socialista, lo mismo da), al individuo sólo se le ofrece la felicidad efímera de la evasión: en última instancia, el consumo y la caja de los sueños, la TV (los socialismos reales se desplomaron, sin que nadie disparara un solo tiro en su defensa, en 1989. Y a nadie que tenga una pizca de sentido histórico se le puede escapar el hecho de que los ciudadanos de estos desaparecidos países no eran “hombres nuevos”, sino consumidores y televidentes en potencia, ávidos de la única satisfacción para la cual las sociedades burocráticas los habían preparado).
Agrego que ni el mercado ni el Estado funcionan solos. El pretendido automatismo del mercado, como lo demostró ese notable historiador económico que fue Karl Polanyi (La Gran Transformación) se basa en una operación, políticamente conducida, de “cierre”, en virtud de la cual la tierra, el trabajo y el dinero son forzados a comportarse como mercancías. Las crisis, muestra Polanyi, son precisamente esos momentos en los cuales la política (es decir, la acción de agentes humanos que actúan, no automáticamente, sino de modo deliberado) sale a la superficie. Y, en cuanto al Estado, éste requiere de una burocracia o tecnocracia, de un estamento jerarquizado y con dominio de la racionalidad abstracta en sus diversas variantes. Este estamento es una clase social por derecho propio, en la medida en que está dotada de intereses que le son propios, no coincidentes con los de la sociedad en su conjunto. En cuanto clase social, la burocracia (sus niveles jerárquicos superiores, naturalmente) puede entrar en alianzas, explícitas o tácitas, con otras clases, por ejemplo, con la de los detentores del capital. Pero donde éstos dejan de existir, el resultado, como la historia de los socialismos reales, los únicos existentes más allá de la quimera, lo muestra, no es el paraíso en la tierra, sino “todo el poder a la burocracia”.
La crítica al Estado, al interior de la tradición del marxismo ruso, tuvo su postrera expresión en El Estado y la Revolución, obra de Lenin escrita en 1917, casi al filo de la Revolución. El Lenin que escribe allí es aún un intelectual marxista clásico, denunciando “la incomprensión de la crítica socialista de todo Estado en general” y la "fe supersticiosa en el Estado". También es, clásicamente, alguien para quien la revolución socialista, como tal, ha de ocurrir, no en un país marginal, atrasado, semifeudal, como Rusia, sino en los países de capitalismo avanzado, como Inglaterra o Alemania: allí, por así decirlo, la sociedad, madura en el desarrollo de sus fuerzas productivas, debiera estar en condiciones (éste es el núcleo del pensamiento de Marx) de “reabsorber” todas las manifestaciones de la racionalidad abstracta que son sus excrecencias cristalizadas, necrosadas (algo así como si un caracol, a partir de un cierto momento de su desarrollo, hubiese de ser capaz de reabsorber en su organismo la concha que es a la vez su habitación y su cárcel). Sólo así es posible imaginar una sociedad en la cual desaparezca toda división abstracta del trabajo y sea posible recuperar la unidad perdida del ser humano: en la cual se “hace cabalmente posible que yo pueda dedicarme hoy a esto y mañana a aquello, que pueda por la mañana cazar, por la tarde pescar y por la noche apacentar el ganado, y después de comer, si me place, dedicarme a criticar, sin necesidad de ser exclusivamente cazador, pescador, pastor o crítico, según los casos.” (Marx y Engeles, La Ideología Alemana).
Por cierto, es discutible a estas alturas si acaso tal unidad del ser humano responde a alguna posibilidad real, o si no es más que un residuo del cristianismo más o menos secularizado que se expresa en la filosofía alemana, de la cual el pensamiento marxista es aún deudor. Lo que quiero resaltar aquí es que es que el intelectual marxista clásico, que es Lenin aún en 1917, ha dejado de serlo en 1918. A partir de ese momento, al imponer, como político realista, la paz de Brest Livotsk (es decir, la paz unilateral con Alemania), paz que la izquierda del bolchevismo rechazaba, ha dirigido a la Revolución Rusa hacia el rumbo, que luego Stalin se encargará de afinar, del “socialismo en un solo país”. Este cambio de rumbo genera efectos globales, que a su vez retroalimentan y hacen irreversible este curso. En efecto, tal como los bolcheviques de izquierda lo señalaron en ese momento (y haberlo hecho les costará la vida, cuando venga el momento inevitable de las grandes purgas de los años ’30), con el mencionado tratado, el imperialismo alemán queda con las manos libres para reprimir a la (aún posible) revolución alemana, es decir, la revolución “clásicamente” verdadera, para la cual la revolución en Rusia no sería (observa la izquierda bolchevique entonces) sino una chispa catalizadora. De allí en adelante, el efecto se transforma crecientemente en causa. Cada paso que los bolcheviques rusos dan en pos de consolidar el socialismo en un solo país introduce en su arsenal teórico consideraciones diplomáticas y geopolíticas Y cada uno de estos pasos se justifica por el “atraso” de la revolución en Occidente; no obstante, tal atraso es, a la vez, el producto de esta geopolítica. Porque, llevado por esta lógica, sea en China, sean en la España republicana, sea en la Alemania de la pre IIa Guerra Mundial, el ya glorioso PCUS sistemáticamente sacrifica las posibilidades revolucionarias de los comunistas locales (y a estos mismos comunistas, de paso) por razones geopolíticas. Finalmente, en 1943, el Komintern es disuelto.
Nada, excepto ceguera histórica e intelectual, se obtiene con demonizar a Stalin culpándolo de estos fenómenos. Stalin, en el peor de los casos, fue “el hombre adecuado en el lugar adecuado”. Pero el problema viene de mucho más atrás: quizás, su origen se remonta a la fantástica idea (la metáfora del caracol reabsorbiendo su concha) de que sería posible una sociedad humana compleja sin estructuras impersonales, sean ellas las de la racionalidad (con su abstracción) o las del mercado o el Estado. En cambio, me adelanto, si ello fuera históricamente posible, se trataría de desacralizar tales estructuras, reconociendo a la vez su inevitabilidad, y la necesidad de su interacción.
El giro geopolítico en el pensamiento que aún se reclama “marxista” es acompañado, inevitablemente, en una sociedad “sin clases”, por el dominio sin contrapesos del Estado y de esa clase, la burocracia, la tecnocracia. Un hito que vale la pena recordar aquí es la publicación, por parte de Lenin, del texto “Más vale poco pero bueno”, fechado el 2 de marzo de 1923. Allí Lenin ha abandonado sus especulaciones clásico marxistas sobre la extinción del Estado: se trata ahora, para el político realista, de lo contrario: de establecer un estamento de burotecnócratas incorruptibles (la “Inspección Obrera”) capaz de llevar con firmeza el timón. Por cierto, para que esto ocurra (Lenin no lo dice, quizás no lo sabe), este estamento de incorruptibles no debe entrar en contactos íntimos con el pueblo al cual dirige, so pena de contraer sus vicios: ha de ser, como la historia posterior ampliamente lo habrá de probar, una clase separada del resto de la población, sobre la cual ejerce su dominación.
La ideología de esta clase es el positivismo tecnocientífico, disfrazado de marxismo, y transformado en religión de Estado. Las transformaciones de la base social no surgen espontáneamente, como lo había supuesto, en lo esencial, Marx. Por el contrario, como la industrialización acelerada de los años ’30 en la URSS, han de ser impuestas por el Partido Estado a sangre y fuego. Tal industrialización transforma, hasta cierto punto, a la URSS en una potencia moderna. No obstante, la masa obrera que tal industrialización genera ya no es, ni será jamás una clase, sino un apéndice de la burocracia. En efecto, esta masa no tiene manera de expresar sus intereses y de combatir por ellos; más bien, es el objeto pasivo de políticas públicas que, al igual que las políticas públicas del capitalismo del siglo XXI (por ejemplo: en Chile), determinan científico burocráticamente lo que debiera ser bueno para la gente. El resultado, entonces y ahora, es una suerte de gran depresión a escala societal, que la sociedad de la entretención se esfuerza por aliviar.
Estas políticas, por cierto, están destinadas a fallar, en la medida en que suponen la capacidad de modelar científicamente la complejidad de lo social, más allá de lo que cualquier modelo de optimización matemática, instalado en la más poderosa computadora imaginable, podría realizar. Por otra parte, la gente no es tonta, y aprende a reaccionar tal como los planificadores “descubren” que reaccionan. La “economía centralmente planificada” debió su ineficiencia, su incapacidad para elevar el nivel de las fuerzas productivas más allá del subdesarrollo, precisamente debido a ese perverso efecto. Operaba así: en cada ciclo de planificación, las unidades económicas y los sectores de la economía habían de cumplir con ciertas cuotas. ¿Pero cuál es la cuota? Los trabajadores, los administradores de nivel inferior quieren, obviamente, trabajar lo menos posible: sus superiores, si bien pueden ser presas de ciertos arrebatos de ambición (deseo de avanzar en la carrera burocrática mediante algún rendimiento excepcional arrancado a los trabajadores), aprenden rápidamente el valor de la prudencia. El resultado es, como la historia nuevamente lo demostró, que la ineficiencia queda incorporada al funcionamiento mismo del sistema, generada continuamente por él.
(Por cierto, hay una izquierda New Age que sostendría que la eficiencia no es un valor, y que por tanto la ineficiencia sistemática sí lo es. Se puede, por cierto, hacer el elogio de la ineficiencia: quizás, incluso, se debe. Pero pretender hacerlo desde las coordenadas teóricas del marxismo es ignorancia, o bien una muy oportuna adaptación a la cultura del hedonismo contemporáneo).
Hasta aquí, me he concentrado en mostrar como “la fe supersticiosa en el Estado”, que Lenin aún condenaba en 1917, pasó a ser algo así como la doctrina oficial de la izquierda mundial. Aterrizo brevemente en Chile, donde hay factores que a mi juicio refuerzan el fenómeno. Estos factores se resumen en la frase del historiador (alguna vez comunista; más tarde conservador) Mario Góngora, escrita al calor de la lucha entre la vieja derecha nacionalista y la derecha (neo) liberal desatada al interior de los partidarios de la dictadura de Pinochet a comienzos de los años 1980 (el conflicto entre “duros” y “blandos”). Escribe entonces Góngora, alineado con los “duros” ( Ensayo histórico sobre la noción de Estado en Chile durante los siglos XIX y XX. Santiago, 1981): “En Chile el Estado es la matriz de la nacionalidad: la nación no existiría sin el Estado…La nacionalidad chilena ha sido formada por un Estado que ha antecedido a ella”. Por cierto, no hay para qué tomar al pie de la letra la afirmación de Góngora (los Estados Nación, se podría pensar, han sido sin excepción engendrados desde un Estado): basta con ver en ella la expresión de “una fe supersticiosa” en el Estado que tanto la derecha nacionalista como la izquierda (una izquierda saturada por la ideología de la construcción del socialismo en un solo país) comparten durante buena parte del siglo XX. De todos modos, es el Estado el protagonista del “modelo de industrialización por substitución de importaciones”, que da cuenta de una parte significativa de la historia chilena del siglo XX. En virtud de éste, se establece una suerte de acuerdo tácito entre una burguesía nacional, que produce, protegida por elevadísimas tasas aduaneras, bienes comparativamente caros y malos; y un sindicalismo que, al elevar la tasa de salario, hace posible que los trabajadores adquieran estos bienes. Todo ello, a expensas de los bajos precios de los productos agrícolas. Por ello, el modelo se empieza a agotar cuando la demanda de modernidad penetra, ya en los años ’50, en el campo. Se produce la intensa migración del campo a la ciudad, y el Estado de Chile se ve enfrentado a demandas crecientes, imposibles de satisfacer. Más allá del anecdotario, quizás aquí están las raíces de la crisis del ’73 (crisis de un Estado desbordado por demandas que incentiva, pero no puede cumplir), y que transforma a Chile, de una sociedad centrada en el Estado, a una centrada en el mercado.
Termino. Cuando, frente a problemas en sectores como la salud, la educación, la previsión, la respuesta del candidato Jorge Arrate es, automáticamente: “el Estado”, habría que desconfiar (lo mismo como hay que desconfiar de quienes automáticamente responden “el mercado”). Si se trata de mejorar las prestaciones de salud, la educación, o lo que sea, nada garantiza a priori que el Estado lo hará mejor. Pero, se repondrá, el Estado no lucra. Pero, si lucrar es apoderarse de una parte del excedente económico, el Estado (es decir, la clase burocrática) sí lucra. O también se dirá, a diferencia de las empresas privadas (AFP’s, Isapres, colegios particulares subvencionados, empresas cupríferas transnacionales), el Estado está sometido al control democrático, mientras que las empresas no lo están. Pero, de nuevo, ésta es “fe supersticiosa”, “democratismo” (que rima con “cretinismo”), como se solía decir. Los asuntos públicos, en las sociedades modernas, son de una complejidad tal (o, clase tecnocrática mediante, han sido transferidos a la esfera de acción de Estado, de modo que sólo pueden ser vistos como “extremadamente complejos”), que quedan fuera del alcance de cualquiera que no sea especialista. En estas condiciones, las elecciones periódicas tratan, cada vez menos, de cuestiones substantivas, y cada vez más de venta de imagen. Se trata, en suma, de aliviar la presión social: de crear una apariencia de participación democrática donde, en verdad, no hay ni puede ya haber ninguna.
No es raro que ciertos gremios sean los más susceptibles de contraer la fe supersticiosa en el Estado. Me refiero a los profesores, que cubiertos de “mistraliana” aura, son sumos sacerdotes de este culto. Y no es raro, porque la enajenación pedagógica (es decir, la expropiación, por parte del Estado, de la capacidad de los seres humanos de aprender y enseñar, de modo que esta pasa a ser patrimonio exclusivo de una casta de funcionarios, y de modo que estos seres humanos quedan atrofiados, convertidos en eternos clientes del Estado) es una de las formas más poderosas de enajenación producidas por las sociedades modernas. El profesor (al margen de si está mejor o peor pagado) disfruta de un poder que sólo tiene precedentes en la casta sacerdotal: éste no es solamente cognitivo, sino también moral y disciplinario.
La izquierda hoy está intentando reagruparse. Jorge Arrate, con la mejor intención sin duda, termina su alocución el debate presidencial de Anatel, recordando, muy sugerentemente, la consigna “pan, techo y abrigo”, a la cual agrega algunas necesidades sociales más. Anteriormente, en el mismo debate, ha llamado a renacionalizar el cobre: es decir, a crear un conglomerado estatal tres veces mayor que Codelco. Como razón, aduce las cifras de utilidades de las empresas privadas que hoy producen los 2/3 del cobre en Chile. Pero, ¿Cuántas son las utilidades que obtendría la burotecnocracia estatal en un tal mega conglomerado? ¿Cuáles son los efectos de poder que de allí se seguirían? ¿Se ha tomado en cuenta el poder de presión, ejercido ya no sobre una empresa, sino directamente sobre el poder político, que la aristocracia funcionaria y obrera así obtendría? ¿No hay otras maneras de obtener los mismos recursos, por ejemplo mediante la regulación y el incremento de impuestos? Porque la relación inmediata entre poder político y poder económico determina que las decisiones económicas se transformen en directamente políticas (indirectamente, siempre lo son). Este maridaje, la experiencia histórica lo enseña, es el caldo de cultivo para la corrupción. De hecho, estas dos cuestiones, corrupción y enclaves de hiperpoder, tuvieron que ser enfrentadas en la construcción del socialismo (de la sociedad plenamente burocrática) en la URSS. Y cuando se hizo, se hizo de la única manera posible: mediante la más enérgica represión.
Por cierto, no son menos las deformaciones y los horrores que la fe supersticiosa en el mercado produce. Pero, si la izquierda alguna vez quiere ser realmente alternativa, sería bueno que considerara estas cuestiones.
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Recordando con ira
Le robo el título a Harold Pinter (ups, a John Osborne, gracias a CE por la corrección), dramaturgo ya fallecido, y célebre "angry young man" de los años '50. Reflexiones sobre el presente, alimentadas por la experiencia del autor (yo), testigo a menudo, actor de segunda fila casi siempre, de la segunda mitad del siglo XX (y lo que ¡vaya! va ya del XXI).
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jueves, 19 de noviembre de 2009
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3 comentarios:
¡qué bién, Eduardo! Todo movimiento neuronal es bienvenido, aunque sea a través de este etéreo medio de comunciación. ¿Comunicación? De bloguero a bloguero, aunque el mío se ampara t'iimidamente en La Tercera, es éste un buen camino para recibir respuestas frustrantes, entre las cuales brilla la muy ocasional perlita.
Comentario a con Ira que engloba al segundo, pues escribí algo sobre tu Blog 2, pero fui dominado por la técnica y se perdió.
Ahora no, pero en los próximos días osaré decir algo sobre la "fe supersticiosa."
Un abrazo
Miguel Kottow (aunque parece ser de buen tono usar seudónimo)
Felicitaciones Eduardo, un placer poder leerte en este espacio. Tu reflexión sobre la (urgente¡¡¡) necesidad de reprensar la relación entre la izquierda y el Estado me hizo recordar un artículo de E.O. Wrigth: "Compass Point: Towards a Socialist Alternative". Un blog que disfruto y leo con cierta frecuencia es el del sociólogo peruano Gonzalo Portocarrero, vale la pena darle una mirada, está en http://gonzaloportocarrero.blogsome.com/
un abrazo desde Barcelona, Antonio Stecher
Hola Eduardo,
me parece genial la idea del blog. Te quería comentar que estoy de acuerdo con lo que planteas sobre Arrate, mas pienso que hay algo que habría que considerar y que es la razón por la cual, después de año de votar nulo, voy a votar por él (digo si el asunto sigue así): es el único candidato de izquierda "extra-parlamentaria" de estos años, que tiene sentido del humor. La izquierda vuelve a reir, mas allá de todas las dificultades, represiones, desapariciones, la izquierda ha vuelto a reír. Y espero que siga a sí, como si hubiese entrado un cierto Zaratustra y estuviera conmocionando las estructuras añejas de laS izquierdas. Para mí, existen, al menos tres izquierdas hoy día: una izquierda neoliberal que trasunta entre lo que queda de Concertación y Meo, la izquierda estatalista-melancólica expresada en el PC principalmente y una izquierda étnica que habita al borde de los partidos tradicionales pero que se caracteriza por hacer reivindicaciones identitarias sino fascistas de etnias particulares. Pienso, sin embargo, que en medio de esa jungla, la risa de Arrate habita ENTRE estas tres izquierdas conmocionándolas, dislocándolas en una batalla por el humor (como en el Nombre de la Rosa: curioso, los monjes de izquierda contra su propia profanación no?). Muy bien, un saludo,
R.
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