UNIVERSIDAD DE LA EXCELENCIA, POLÍTICA CULTURAL, PODER
(texto de Eduardo Sabrovsky publicado en la revista Papel Máquina, #2. Se publica con la autorización de los editores).
A la hora de definir su hacer, la universidad contemporánea suele recurrir a la idea de “excelencia académica”. “Académicos de excelen cia”, “excelencia en la docencia y en la investigación”, son los objetivos que todas las universidades se trazan, y parece enteramente natural —componente de una naturaleza intemporal de “lo universitario”— por lo tanto, que así sea. No obstante, y esta es una de las tesis que quiero desarrollar aquí, esta naturalización oculta un proceso histórico: el de la Modernidad, del capitalismo moderno, y el de la ampliación de la racionalidad abstracta, que es su sello, hacia la esfera de la producción y la circulación del saber.
Para esto es fundamental historizar el concepto de “excelencia”, en cuanto problemático, pero al parecer ineludible sustituto del concepto en torno a la cual se constituyó la universidad moderna en su sentido clásico (la universidad humboldtiana, cuya plasmación concreta y paradigmática fue la Universidad de Berlín en el siglo XIX): el concepto de cultura o formación cultural (Bildung)1.
En efecto, es posible distinguir tres modelos de universidad moderna. El primero es el de la universidad kantiana, tal como Immanuel Kant lo desarrolló, particularmente en El Conflicto de las Facultades. Kant, quien pensaba el fenómeno universitario en relación con la tareas de la Ilustración en Prusia, distinguía, o quería distinguir en la institución universitaria dos círculos concéntricos: uno, formado por las Facultades “superiores” (Teología, Derecho, Medicina) y una Facultad “inferior” (Filosofía y Humanidades). Los apelativos de “superior” e “inferior” no suponen aquí jerarquía, sino ubicación en ese sistema de círculos concéntricos. Así, las Facultades “superiores” forman la porción exterior del círculo: están en contacto con las exigencias, limitadas y cambiantes, de lo que constituye para Kant el uso “privado” de la Razón (que nosotros tenderíamos a llamar “profesional”): en contacto con el mundo de los negocios y del Estado, y restringidas en el uso de la Razón por él. La Facultad “inferior”, en cambio, es la más interna, y constituye el núcleo directriz del hacer universitario. Protegida, de alguna manera, del roce del mundo externo por su posición inferior, su misión es velar por el desarrollo del uso “público”, es decir, crítico e irrestricto, de la Razón. Dice Kant:
La clase de las facultades superiores (de alguna manera, el ala derecha del parlamento de la ciencia) defiende los estatutos del gobierno; sin embargo, debe existir también, en una constitución libre, como debe ser aquélla en la cual se trata de la verdad, un público de oposición (la izquierda): la bancada de la facultad de filosofía. Pues, sin el examen y las objeciones severas de ésta, el gobierno no estaría lo suficientemente informado respecto a aquello que pudiese serle útil, o perjudicial. (Der Streit der Fakultaten, Sección I, Cap. 3, §3. http://gutenberg.spiegel.de/?id=5&xid=1374&kapitel=1#widrig).
Por cierto, como los lectores de Kant lo pueden advertir, todo anda bien en este modelo mientras el uso público (irrestricto, crítico) de la Razón no entre en conflicto, no ya con las facultades superiores (este conflicto es inevitable y necesario), sino con el mismo Estado, el cual se hace presente en el mundo de las ideas mediante la institución de la censura. Allí, a Kant no le queda finalmente más que confiar en la posibilidad de déspotas ilustrados. De aquéllos que, como Federico II de Prusia (cuyo reinado se extendió hasta 1786, es decir, coincidió en buena a parte con la vida filosófica de Kant), y por razones no esenciales (pues, si de esencia se trata, despotismo e Ilustración se contraponen) desarrollan, en los hechos, una política que admite una cierta libertad de expresión, el avance de las ideas ilustradas y la formación de individuos autónomos (es decir, de aquéllos que en última instancia no habrían de reconocer otra autoridad que no sea la de la propia Razón). Los hechos históricos, sin embargo, se encargarán de desmentir la discutible esperanza de Kant: Federico es sucedido por Federico Guillermo II, y de ahí en adelante (como el propio Kant lo experimentó, al rechazarse en 1792 el imprimatur para su Religión en los Límites de la Mera Razón) el despotismo volvió a comportarse según su esencia.
Una solución para el dilema Estado (y razones de Estado) versus Razón a secas es declarar (y la filosofía de Hegel, con matices por cierto, es el monumento a esta idea) que no hay, en última instancia, contradicción entre Razón y Estado, porque la historia y su producción más elevada (la más elevada, al menos, que Hegel alcanzó a conocer), el Estado-Nación, son nada menos que la encarnación, la realización de la Razón misma. La encarnación, que entre los cristianos era todavía un acto sobrenatural, ha pasado a ser en Hegel una cuestión interior a los conflictos históricos y a sus instituciones. En el Estado-Nación, esos enemigos que la Modernidad enfrenta, la Razón y el Poder, terminarían por revelarse como caras de una misma moneda. Si la Razón, así pensaban los ilustrados, es el resultado inevitable del libre juego de las facultades humanas (es decir, surge “desde abajo”, desde la Nación), no puede haber contradicción de fondo, dirán algunos de sus sucesores románticos, con el Estado. Porque no es posible concebir una Nación sin organización, representación, Estado en suma.
En el plano universitario, esta idea de la “encarnación” de la Razón en el Estado (“He visto al Emperador —esta alma del mundo— …montado sobre su caballo”, escribe Hegel en 1806, después de haber presenciado la entrada de Napoleón en Jena) se plasma en la idea, humboldtiana (por Wilhelm von Humboldt, hermano del naturalista) de la universidad de la cultura. A través de la Bildung, la formación cultural, el Estado-Nación cree poder lograr científicamente lo que los griegos (en su versión filtrada por el romanticismo) habrían poseído naturalmente. (Reading, p. 65). Si bien la universidad no es una institución burocrática cualquiera, que sigue servilmente las instrucciones del Estado, su autonomía está supeditada a la formación de elites nacionales y de ciudadanos formados culturalmente. Esta formación, por cierto, no significa que posean conocimientos cuantitativamente medibles: se refiere más bien a la capacidad de actuar como ciudadanos, jefes de familia, altos funcionarios, de acuerdo a un ethos incorporado: es decir, sin que el Estado tenga que recurrir a un oneroso (e imposible) “panoptismo”: vigilancia y control efectivo las 24 horas del día. Esa vigilancia se ejerce, en la medida de lo posible, para los plebeyos no formados culturalmente; de los que han pasado por la Universidad se espera que cumplan el deber (hacia el Estado y hacia sí mismos), por el deber mismo. Este resultado es obviamente no cuantificable. Sucede algo similar con la institución del Ejército, con el culto a los héroes, con la ornamentación de los edificios estatales: se trata de rendimientos holísticos, que no responden a los intereses concretos, cuantificables, de ningún ciudadano en particular (nadie en cuanto particular es beneficiado por el hecho de que con sus impuestos el Estado proteja ficticias fronteras, construya majestuosos monumentos y edificios). Cuando estos oropeles del Estado —por ejemplo: el culto a los héroes nacionales— pasa a ser objeto de discusión (como en el Chile de hoy, con obras de arte que desmitifican a personajes como Bolívar o Prat), estamos ya en otra época.
La Universidad de Chile (¿cuántas universidades hay en el mundo que lleven el nombre de un país?) se ajusta, en particular a partir de la rectoría de Domeyko, sucesor de Andrés Bello, al modelo de la universidad de la cultura. La Universidad “de Chile” tiene una misión nacional, holística, no cuantificable. A través de ella, una elite iluminada, ilustrada, cuyos méritos no es posible desconocer, construye un país. El caso de la implantación en Chile de las ingenierías como profesiones universitarias, que ocurre sólo en las primeras décadas del siglo XX con la Fundación de la Escuela de Injeniería (sic) de la Universidad de Chile, es sintomático. Hasta entonces los ingenieros eran técnicos, cuya formación era eminentemente práctica. No había demanda, socialmente medible, de ingenieros con título universitario. La elite ilustrada, presente tanto en la Universidad como el Estado, previendo la necesidad futura de ingenieros con formación superior, hace entonces una maniobra no menor: crea tanto la oferta como la demanda, haciendo imprescindible el título de ingeniero para desempeñar una serie de cargos públicos (por ejemplo, en los Ferrocarriles del Estado)2.
La “Universidad de la cultura” no puede sobrevivir más allá de las condiciones que le dieron origen: el predominio de los Estados nacionales. En la medida en que estos últimos se debilitan hasta la cuasi-disolución, la Universidad de la cultura deja paso a la “Universidad de la excelencia”, cuyo principio rector es (y no podría ser de otra manera) la cuantificación, los resultados de alguna manera “objetivamente” medibles. Los intentos en el siglo XX por oponerse a esta marea de la historia han dado lugar, en el mundo de la academia, a episodios vergonzosos. “La Autoafirmación de la Universidad Alemana”, discurso rectoral de Martín Heidegger, entonces flamante miembro del Partido Nacional-Socialista, en la Universidad de Friburgo, en 1933, es un ejemplo paradigmático. Allí, contra todo rigor intelectual, Heidegger intenta utilizar su concepto de Dasein (existencia), que en Ser y Tiempo había sido elaborado y caracterizado como “cada vez mío” (es decir, estrictamente individual), como un concepto colectivo (“El Dasein de un pueblo”), buscando dar una nueva fundamentación a la feneciente, y por ello desesperada idea, de una universidad de la cultura ligada a las tareas del Estado-Nación. El paralelo a este episodio grotesco no lo es menos: es el llamado “affaire Lyssenko”, en los años 30; el intento por crear una biología “marxista” —esto es, dotada de un contenido sustantivo— en el marco del “socialismo en un solo país”, la antigua URSS.
La creciente globalización (que debilita los Estados nacionales) es el resultado sin duda de poderosas fuerzas económicas. Pero su impulso también proviene de fuerzas muy poderosas que operan al interior de la cultura, y particularmente, de la “alta cultura”. Al menos desde Nietzsche en adelante, la alta cultura sabe (y no puede olvidarlo) que las celestes pretensiones de la Razón no son sino máscaras de muy terrenales voluntades de poder; que los filósofos, los amantes del saber, no son sino “violentos sin ejército”, como lo escribió alguna vez el pensador y hombre de letras vienés Robert Musil. Los “hermeneutas de la sospecha” (Ricoeur), el propio Nietzsche, Freud, Marx, y todos sus seguidores (¿y quién hoy, a su manera, no lo es?), modulan este mensaje de diferentes manera; finalmente, esta “verdad” pasa al terreno de la cultura de masas, bajo la forma de una serie de TV como “Los Simpson”. El resultado es la plebeyización de la sociedad, acontecimiento que se encontraba en todo caso ya prefigurado en el mismo código genético del mundo moderno. El plebeyo, cuyo modelo podría ser el sobrino de Rameau, personaje novelesco de Diderot que mucho inquietó a Hegel, sabe (aunque el fútbol pretenda precariamente hacérselo olvidar) que las prerrogativas y oropeles de los Estados nacionales son meras ficciones. “Nadie es un héroe para su valet de chambre”, decía Hegel, imaginando tal vez a Napoleón en calzoncillos. Y el plebeyo (o sea: nosotros mismos) lo sabe: sabe que el Capitán Prat podría haber sido homosexual, que don Diego Portales tuvo aficiones prostibularias, etc. Sabe, además, y esto no es menor, que, no obstante su fachada bien iluminada, el Estado posee inevitablemente un sótano. A partir de allí, y antes de toda evidencia, los ciudadanos tardomodernos propenden a considerar que la profesión de la política es corrupta en sí misma; el periodismo investigativo cierra el círculo, haciendo públicas las evidencias de que ello es así. En el terreno de las artes, la figura del plebeyo es la del anti-poeta: aquél que sabe que el Poeta no es más que un ser humano cualquiera, cargado de agobios físicos y morales, trabajado por el deseo de bienes, relaciones sociales, poder.
La plebeyización corroe el núcleo simbólico de los Estados nacionales; privándolos de legitimidad, abre camino a la globalización neo-liberal. En este contexto, las universidades “nacionales”, más allá de su estatuto legal, pasan en rigor a ser todas instituciones privadas, autorreferidas, que deben regirse por criterios internos de productividad. El término excelencia, con su vacuidad (¿excelencia en qué?) cumple perfectamente con esta función: en el fondo, tiende a homogenizar rendimientos de índole diferente (pedagógicos, investigativos, administrativos) bajo un solo patrón cuantitativo que los hace medibles y comparables. Para que esto ocurra, la elaboración de indicadores es imprescindible: son ellos los que intentan traducir las viejas diferencias cualitativas en cantidades medibles.
Digamos, de paso, que el establecimiento de patrones objetivos de medición del trabajo académico fue, más allá del anecdotario político, uno de los motores de la reforma del ’68 en la Universidad de Chile, al menos en las facultades dedicadas a las ciencias duras y la tecnología. Allí, el movimiento de reforma tuvo entre sus protagonistas a un grupo de jóvenes doctores, “globalizados” avant-la lèttre, graduados en prestigiosas universidades: en implícita oposición a la idea de una “universidad de Chile”, exigían el establecimiento de una “universidad de la excelencia”, con carrera académica, predominio de la investigación, y medida según indicadores “objetivos”. La Reforma en Chile puede ser entendida entonces como el enfrentamiento entre tres grupos, dos de ellos conceptualmente conservadores. En efecto, tanto los defensores del status quo como la izquierda, que exige “una universidad para el pueblo” siguen fijados al viejo, y ya agotado paradigma de la “universidad de la cultura”; para bien y para mal, el futuro pertenece en cambio al partido de los jóvenes doctores, a pesar de que sus propuestas hayan sido silenciadas en ese momento por la algarabía política reinante.
He caracterizado el establecimiento de la universidad de la excelencia por una confluencia entre el proceso de globalización, en sus facetas económicas y tecnológicas y, tan fundamentalmente como ello, el proceso de auto-deslegitimación, de autofagia que se desarrolla en la esfera de lo que hemos llamado la “alta cultura”. Como anunciaba Marx, “todo lo sólido se desvanece en el aire”; parafraseándolo, diríamos: todo lo extra-ordinario –lo que de por sí era “unaccountable”, opaco al análisis y a la contrastación empírica- se desvanece, se disuelve en ordinarios, terrenales componentes. Las ideas de Dios, del Alma, del Mundo, esas totalidades patrimonio de la vieja metafísica, ya para Kant no son más que constructos de la razón trabajando en el vacío, cuya validez “como sí” (hagamos como si el Alma fuese inmortal, para que los individuos puedan soportar sus terrenales penurias) se halla confinada a un ámbito particular de la ya fragmentada praxis humana (la llamada “razón práctica”). Por cierto, en Kant aún estas ideas dan lugar a contradicciones (antinomias, paralogismos); estas, a su vez, serán puestas en movimiento por Hegel, quien de esta manera repondrá una cierta forma de pensar la totalidad, que más arriba hemos asociado con la realidad del estado-nación.
Por cierto, vivimos en tiempos post-hegelianos, en los cuales pensar cualquier totalidad se ha tornado imposible, inverosímil. Pero esta imposibilidad no emana de la lógica: negar la posibilidad del conocimiento de la totalidad supone, en efecto, que de alguna manera se sabe, se tiene acceso cognitivo a esta totalidad. Ocurre como en Nietzsche (“Sobre verdad y mentira en sentido extramoral”), donde el filósofo, para afirmar, como buen nominalista, que la razón humana es una cárcel, que nos veda el acceso a lo real, no tiene más que atribuirse justamente el privilegio de mirar, como quien dice, por el ojo de la cerradura: su visión, suerte de doble negativo de la alegoría platónica de la caverna, le indica que cabalgamos sobre el lomo de un tigre: visión ominosa, sólo al filósofo concedida, afortunadamente vedada a los simples mortales3.
Es decir, se necesita algo más que el logos para que la negación del acceso a la totalidad (o, lo mismo da, su afirmación) se transforme en un artículo de fe. Este “algo más” provendría de la esfera de lo real: sería la expresión racionalizada del muy real ( y total) proceso de expansión e intensificación de la división del trabajo. Este proceso es inseparable de la necesidad de hacer medible, calculable, el trabajo humano, por sobre la arbitrariedad asociada al trabajo artesanal. Y va acompañado de una inevitable fragmentación de lo social. Para evitar malos entendidos, aclaro que mi posición no tiene nada de nostalgia comunitarista. Por el contrario, la fragmentación podría en principio estar asociada a la posibilidad de un individuo autónomo, preservado en su autonomía precisamente por la opacidad de lo social, que ya ni el ojo de Dios ni el del Poder pueden transparentar. Por cierto, esta es sólo una posibilidad, que los dispositivos de vigilancia y domesticación del mismo mundo moderno tienden a desmentir. El más reconocible, aunque quizás no el más esencial, de estos dispositivos, es la industria cultural: los individuos creen que ven televisión, cuando más bien están siendo observados y estandarizados por ella.
La universidad de la excelencia es la expresión de esta fragmentación en el ámbito del saber. Hay una explosión analítica de los saberes, que se publican en decenas de miles de journals especializados en el mundo, y un evidente y en principio laudable incremento de un saber analítico y riguroso. La producción y circulación del saber tiende a organizarse en comunidades meritocráticas: comunidades de pares, a las cuales individuos circulantes (es decir, no atados ya a un suelo, a una patria) se integran en base a sus credenciales académicas, y a la adscripción a cierta bibliografía: en efecto, la discusión bibliográfica, en los proyectos de investigación, es la contraseña que permite reconocer, o no, a un individuo como integrante válido de una cierta comunidad. En base a estos elementos, así como en rendimientos objetivamente medibles (publicaciones, proyectos), los individuos son evaluados y remunerados. El carácter formal de las comunidades meritocráticas las hace potencialmente globales: así, el desarrollo tecnológico no hace más que tornar real el universalismo abstracto que ya era el núcleo del concepto de excelencia: este universalismo, por así decirlo pedía, a gritos, la web, la globalización.
Observemos, de paso nuevamente, que los saberes críticos (que, de alguna manera, aunque sea negativamente, aluden a una totalidad: el caso de este mismo texto) no quedan en absoluto excluidos de la universidad de la excelencia: más bien, paradójicamente, pueden formar, y forman, su propia comunidad meritocrática, su propio fragmento. No es infrecuente que estos saberes se refugien en un lenguaje skoteinós, impenetrablemente obscuro4: es el reproche que se les suele dirigir, especialmente en los medios de la academia anglosajona. Ahora bien, la tendencia a la opacidad podría entenderse como el costo a pagar por intentar ir más allá de la división técnico-abstracta de los saberes; a la vez, en la medida en que se inserta ya en tal división, se convierte en una mera seña de reconocimiento al interior de una comunidad más de especialistas.
También la tendencia a desarrollar saberes locales está inserta en la dinámica de la universidad de la excelencia: por una parte, estos saberes incrementan su volumen, su capacidad analítica; por la parte, constituyen nuevos insumos para la voraz empresa académica tardomoderna, en su ciega “movilización total” (Jünger, Heidegger).
La excelencia, vuelvo a ella, es, como el dinero (con el cual está directamente relacionado), un “equivalente universal”, cuya primaria función es el establecimiento de una equivalencia cuantitativa entre trabajos y productos cuantitativamente diversos (en este caso, los trabajos especializados de distintas comunidades académicas). Pero además, la “excelencia” constituye la cosificación de lo que originalmente es un adjetivo o un adverbio: “un excelente corredor”; “corrió excelentemente”: en otras palabras, es una cualidad fantasmática, un fetiche, a la manera como lo son la mercancía y el dinero en Marx. Los “excelentes”, extraídos de su contexto, son excelentes, precisamente en...nada, de la misma manera como el dinero fuera del mercado es sólo un papel. No obstante, la excelencia puede pasar a ser vista como un atributo “duro” (a la manera una propiedad física, o química), legitimante de privilegios en la esfera del poder.
La universidad de la excelencia se inscribe en una tendencia más amplia hacia la tecnificación, en la sociedad en su conjunto. En virtud de ella, los antiguos funcionarios, ligados directamente a algún tipo de poder “fáctico”, son desplazados por comunidades de profesionales meritocráticos. Si bien en estas comunidades impera la evaluación “objetiva” (es decir, colectivamente subjetiva) entre pares, ha de existir una instancia de apelación que asegure que cada comunidad meritocrática opere efectivamente según tal principio. Pero, evidentemente –so pena de regresión al infinito- este instancia no podría ser, a su vez, de índole meritocrática, sino mítica, metafísica. Y el saber metafísico y el mito, así como el ejercicio sin más del poder –la política- con el cual guardan esencial afinidad, son infundados: en última instancia, su Verdad substancial no puede fundarse más que en un des-ocultamiento (la a-letheia, la Verdad griega según Heidegger), en una suerte de revelación inverificable.
La meritocracia y el mercado son portadores de un impulso igualitario, que pretende medir a todos los seres humanos por la misma vara. No obstante, alberga en su cúspide a la inigualitaria metafísica, a la política en cuando in-fundado ejercicio del poder. Una sociedad meritocráticamente lograda, en suma, sería una sociedad despolitizada (compuesta por especialistas-consumidores: los técnicos que crecientemente desplazan a los antiguos políticos); o, mejor, una sociedad donde la soberanía política se ha concentrado en un solo punto, su cúspide, ocupada por una suerte de rey-filósofo, a la manera de La República de Platón. En otras palabras, si la meritocracia es la culminación de la cultura de Occidente, esta culminación consiste en una sociedad transparente, pero que alberga un polo de irreductible opacidad.
Tal opacidad es también la del capital cultural; la de su reproducción y la de la elite, que es su portadora. Hasta aquí me he referido a la universidad fundamentalmente en su función productora del saber. Pero la universidad tiene, evidentemente, también funciones de reproducción, aunque, ¡atención!, claramente diferenciadas: por una parte se trata de la elite; por otra, de “capital humano”. La tesis que quiero desarrollar brevemente, para concluir, es que la política cultural (que incluye a la política universitaria) en tiempos del neo-liberalismo global, y muy particularmente en Chile, sólo atiende la segunda de estas funciones (de tipo extensivo, redistributivo); a la vez, renuncia (quizás inevitablemente, dado el carácter epocal, planetario, de la transformación que intento describir) a la formación, intensiva, de una elite republicana.
Políticos, economistas, intelectuales orientados a la cosa pública, en efecto, centran hoy su atención en políticas igualitaristas, re-distributivas: en síntesis, en una narrativa cuyo “happy-end” nos presenta a un ciudadano convocado con cierta periodicidad a elecciones; con acceso al consumo e, incluso, a una educación superior masificada: donde, en suma, todo es susceptible de re-distribución, menos el capital cultural real, vinculado al ejercicio del poder. Tal capital no se adquiere participando en “Fiestas de la Cultura”; tampoco en un sistema educacional que tiende a privilegiar, tanto en la escuela como en la universidad, la producción de trabajadores especializados, aún cuando estos se llamen “médicos”, “ingenieros” o “abogados”.
Por cierto, para desarrollar con mayor amplitud este planteamiento, habría que abordar el tema de la “instrucción pública”, de la enseñanza primaria y media. No puedo hacerlo aquí, salvo de una manera muy sintética. El tema ha sido objeto de encendidos debates y detallados estudios a partir de la “revolución pingüina” del 2006, y de la demanda de substitución de la LOCE. No obstante, tales debates y estudios suelen no ir más allá de la propuesta de instrumentos, más o menos adecuados, de ingeniería social; de políticas públicas que apuntan hacia la producción de la igualdad. Pero omiten la cuestión propiamente política: es decir, la cuestión de las luchas sociales, y del momento --caracterizado más arriba como “intensivo”-- en ellas contenida, de producción de desigualdad: es decir, de producción de la ya mencionada elite republicana (o: “nacional-popular”, en la hoy olvidada terminología gramsciana). Tal omisión determina, entre otras cosas, que las propuestas más “de izquierda” terminen siendo las más acordes con el modelo neo-liberal. Así sucede, es un ejemplo, con la propuesta de terminar con el “financiamiento compartido” en la educación municipalizada. Esta modalidad permite que, de común acuerdo, padres y apoderados complementen la subvención estatal mediante aportes propios. Es evidente que, de esta manera, se propicia el surgimiento de una cierta desigualdad, al interior de los propios sectores populares. Pero su supresión, en condiciones de un hedonismo de masas —hecho indiscutible en la sociedad mass-mediática contemporánea— no haría sino incentivar el desvío de fondos, desde el financiamiento compartido (es decir, desde el aporte a la formación de capital cultural en los sectores populares) hacia el consumo (la compra del último modelo de televisor, del más reciente video-juego): es decir, terminaría por favorecer la consolidación de una sociedad de consumidores y trabajadores especializados, presidida por un poder fantasmal, a salvo de toda disputa5.
En cambio, y con todos sus defectos, el viejo Chile –-el que terminó de colapsar el año ’73-- dio lugar, en instituciones como la Universidad de Chile (también en el Instituto Nacional cuya crisis puede entenderse como el resultado de la falta de lugar, para un colegio de elite, en medio de un sistema educacional municipalizado), a la formación de una elite político-intelectual republicana, que no se limitaba a reproducir a las viejas elites del capital económico y cultural. Esta elite fue eliminada por el Golpe Militar. También sus instituciones. El tema del poder y la elite ha quedado fuera del horizonte político-intelectual del presente. En el nuevo orden de la nación chilena sólo hay lugar para trabajadores especializados, consumidores, tele-espectadores. Y para una elite que se reproduce según su propia dinámica, imperturbable.
La cuestión que quiero tratar sale en ocasiones a la superficie, a propósito de iniciativas como la del “maletín literario”. Se trata allí, en el fondo, del tema de la legitimidad de una política cultural del Estado. Pero la discusión suele poner al Chile de la ”vieja República” como punto de comparación, sea positivo o negativo, sin tomar en cuenta de que el Golpe Militar constituye una revolución, un quiebre epocal. Así, se suele entender que el Estado de Chile difundía y apoyaba la alta cultura (por ejemplo, a través de los canales universitarios de TV, únicos autorizados), y se compara esta situación, para bien o para mal, con la diversidad y la farándula de la TV actual. Pero, afirmo, para entender cabalmente el tema de la política cultural —de lo que ella pone en juego, de sus cambios— hay que desviar la mirada del tema de la difusión, para enfocarla en cambio en el poder. De esta manera se evita la falacia que cometen los neo-liberales, que presentan la situación actual como si fuera la forma natural de ser de las cosas: es decir, como si el tema de la política cultural hubiese sido siempre un problema de producción y distribución masiva de bienes simbólicos, y como si el Estado, el poder y la política hubiesen sido siempre una distorsión, que el progreso natural de las cosas habría, al fin terminado, si no por disolver enteramente, al menos por exponer en su carencia de racionalidad. La izquierda tampoco lo hace mejor: suele plantear las cuestiones culturales también en el plano de la producción y la distribución (es decir, en el plano que corresponde en esencia al pensamiento neo-liberal), con un cierto énfasis, claro, en la corrección de las distorsiones causadas por el mercado. En ambos casos, hay una borradura de la cuestión del poder.
¿Cómo era el Chile que el Golpe Militar –la única verdadera revolución habida en Chile en el siglo XX— vino definitivamente a clausurar? Para entenderlo, un dato básico: desde la década de los ‘20 (dictadura de Ibañez), y con más fuerza a partir de los gobiernos del Frente Popular, en Chile se impone un modelo de desarrollo “por sustitución de importaciones”. Un estado fuerte e interventor —el estatalismo chileno no es sólo patrimonio de la izquierda, sino, y esto no hay que olvidarlo, también de la derecha— restringe, mediante fuertes aranceles, el ingreso de productos importados. De esta manera, se propicia el surgimiento de una industrialización por sustitución de importaciones; asímismo, de una burguesía nacional, de una clase obrera industrial sindicalizada, y de una clase media que asciende por medio del acceso a la educación. La industria nacional, protegida (textil, línea blanca) produce bienes caros y de mala calidad; no obstante, la organización sindical posee un poder de negociación que permite elevar los salarios, de modo que existe un poder adquisitivo que permite que estos bienes sean adquiridos. La clase media, por su parte, en alianza progresiva con los sectores obreros, va ocupando progresivamente posiciones al interior de la elite cultural.
Este modelo es, en gran medida, perfectamente circular: tanto los intereses de la burguesía nacional, como los de la clase obrera y media, parecen obtener satisfacción al interior del sistema. No obstante, hay tres factores de desestabilización, que se harán presentes cada vez con mayor fuerza, hasta provocar una crisis, una situación revolucionaria. El primero es un factor exógeno: la incipiente globalización, hostil a las economías cerradas. Los otros dos son endógenos.
En primer lugar, todo este modelo reposa sobre la existencia de bajos precios para los productos agrícolas —la alimentación— con la consiguiente marginación de una porción considerable de la población que vive, no en las ciudades, sino en el campo. Un dato autobiográfico: cuando, a comienzos de los años 60, yo ingresé a la enseñanza secundaria al Instituto Nacional, por ese sólo hecho, me transformaba, sin saberlo, en un integrante del 15% más educado de la población chilena6.
A partir de los años ’50, esta marginación empieza a entrar en crisis: por diversas vías (quizás la “radio a pila” haya sido un factor decisivo, en un mundo rural que desconocía la electrificación), el campesinado se entera de que existe un mundo, el urbano, supuestamente mejor. Empieza la migración masiva del campo a las ciudades, que instala en torno a éstas los cinturones de pobreza que aún conocemos, y las hace crecer desmedidamente. Se desata también una lluvia de demandas (caminos, escuelas, habitación, electricidad, agua potable, alcantarillado), que se dirigen sobre un Estado que crecientemente, no las puede satisfacer: la avalancha de estas demandas, representadas políticamente por la ultra-izquierda, será un factor no menor en la caída del gobierno de la Unidad Popular.
El segundo factor endógeno es el surgimiento de una elite educada, producto de la educación pública —Instituto Nacional, Universidad de Chile— que no puede menos que despreciar a la antigua elite dirigente: la oligarquía parásita, brutal, supersticiosa, explotadora. Dos elites —esta podría ser una máxima de la ciencia de la política— no pueden coexistir. Para la elite chilena emergente, la cultura no es un asunto de distribución de bienes para ocupar el tiempo de ocio: es, por el contrario, una cuestión directamente política. Quizás la situación en la cual la cultura como política se hace patente es la Reforma Universitaria. La reacción escandalizada de la oligarquía (de su prensa: El Mercurio) frente a una asonada estudiantil como la toma de la Casa Central de la UC el año 1967 es un buen indicador para contrastar esta afirmación: la antigua elite, porque ejerce el poder, sabe de su secreto: éste no es otro que el carácter político de la cultura, así como de las luchas en torno a ella.
Con esto, la lucha por el poder en Chile queda planteada. Pero la elite emergente (dirigentes obreros, clase media culta crecientemente radicalizada) tiene el alma dividida. Por una parte, su sola existencia desencadena una crisis del sistema; por la otra, esta elite se ha forjado al interior del sistema, y se maneja mejor con el voto que con el fusil. Allende, el Partido Comunista, eran por una parte la izquierda del sistema: enfrentados a una situación revolucionaria, que en parte ellos mismos desencadenan, carecen de los medios para resolverla. Su derrota está determinada por esta irresuelta contradicción.
No es raro que la acción represiva de la dictadura chilena se haya orientado, consistentemente, a diezmar físicamente a los integrantes de la elite emergente, así como a neutralizar los dispositivos sociales (la educación pública, particularmente) que la reproducían y amplificaban su influencia. Con esto, por otra parte, la dictadura no hacía más que allanar el camino para la integración de Chile al mundo globalizado.
Si bien en los márgenes de este mundo aún hay luchas de poder, su ideal (la evaluación objetiva, meritocrática, de cada cual) parece erradicarlas totalmente, como si ellas correspondieran a un estadio ya superado de la evolución de la humanidad. La cultura, como ya he dicho, aparece crecientemente, no como ligada al poder, sino a la producción y distribución masiva de bienes simbólicos. Estos bienes, cuando se llaman “educación”, permiten acrecentar el mérito individual: la condición de trabajador especializado, merecedor de una tajada mayor de consumo, de satisfacción material y a la vez simbólica. O bien, cuando se llaman “cultura” a secas, constituyen una forma socialmente aceptable de evasión, de uso del tiempo libre.
El poder, antes ligado directamente a la cultura, se hace ahora difuso, invisible; se confunde con la ciencia, la tecnología, con los procedimientos formales que, para bien y para mal, rigen crecientemente las vidas de los individuos. En la sociedad chilena, quizás el lugar neurálgico del poder real sea el Banco Central. No obstante, éste se nos presenta como un organismo puramente técnico, cuyas decisiones no están sujetas a la opinión política, sino a la ciencia económica. Por cierto, la economía es una ciencia, Pero su cientificidad, afirmada incondicionalmente, y encarnada en el ejercicio institucionalizado de un poder, encubre las condiciones fácticas, históricas, de su emergencia: la economía de mercado. El mercado, en efecto, es un dispositivo de abstracción, de olvido: lanzadas a la deriva mercantil, las cosas “olvidan” su historia: finalmente, comparecen en el mercado dotadas de una propiedad abstracta, y sin embargo dura, inapelable, su precio (no se regatea en un supermercado). Sólo una vez consumado este proceso de abstracción, la economía puede acceder al status de una ciencia, incluso matematizable. Hacer de ella una ciencia sin más, en cambio, equivale a naturalizarla. Es decir, a hacer de ella algo así como el producto de una naturaleza humana eterna, inmutable, una de cuyas aptitudes innatas sería el intercambio económico, el cual recién en el capitalismo moderno, removidas las deformaciones contrarias a la naturaleza que solían constreñirlo, alcanzaría su plena expresión. De esta manera, se le confiere al devenir la forma de la eternidad, del Ser. Imposible no pensar nuevamente en Nietzsche: “conferir al devenir la forma del Ser: esa es la suprema voluntad de poder”, dejó escrito en uno de sus fragmentos
El estado de cosas que describo bien puede durar un milenio. En tal caso, debiéramos acostumbrarnos a la cultura como consumo cultural: como suave droga, para compensar la tragedia —en última instancia, somos el animal que muere— que en la esfera pública —mundo feliz, brave new world— resulta indecente, o inconveniente, exponer. También cabe la posibilidad de que, en los intersticios del nuevo orden, nuevas elites se estén forjando, y que, nuevamente, la cuestión de la educación y la cultura sea la cuestión del poder. En tal caso, las tragedias privadas habrán de dejar paso a renovadas tragedias públicas.
1 Ver para esto: Bill Readings, The University in Ruins, Harvard University Press 1996. El presente texto es, en parte, una reflexión suscitada por el texto de Readings.
2 Sol Serrano. 1994. Universidad y Nación: Chile en el siglo XIX. Santiago de Chile: Universitaria.
3 El pasaje de Nietzsche –suerte de inversión del mito platónico de la caverna-- que me he tomado la libertad de parafrasear dice más precisamente así:
En realidad, ¿qué sabe el hombre de sí mismo? ¿Sería capaz de percibirse a sí mismo, aunque sólo fuese por una vez, como si estuviese tendido en una vitrina iluminada? ¿Acaso no le oculta la naturaleza la mayor parte de las cosas, incluso su propio cuerpo, de modo que, al margen de las circunvoluciones de sus intestinos, del rápido flujo de su circulación sanguínea, de las complejas vibraciones de sus fibras, quede desterrado y enredado en una conciencia soberbia e ilusa? Ella ha tirado la llave, y ¡ay de la funesta curiosidad que pudiese mirar fuera a través de una hendidura del cuarto de la conciencia y vislumbrase entonces que el hombre descansa sobre la crueldad, la codicia, la insaciabilidad, el asesinato, en la indiferencia de su ignorancia y, por así decirlo, pendiente en sus sueños del lomo de un tigre! (http://www.nietzscheana.com.ar/sobre_verdad_y_mentita_en_sentido_extramoral.htm)
4 “Skoteinos. Como se debería leer”, es el título de un ensayo de Adorno dedicado al pensamiento de Hegel.
5 Para una defensa enfática de la supresión del financiamiento compartido, desde una posición de izquierda, ver: Juan Eduardo García Huidobro, “Desafío de la educación chilena de cara al Bicentenario”, en Maximiliano Figueroa; Manuel Vicuña (coordinadores). El Chile del Bicentenario. Ediciones Universidad Diego Portales, Santiago de Chile 2008, pp. 95-147. Resulta llamativo que García Huidobro, al examinar en este artículo los debates sobre la educación chilena desde el Centenario, no deja de relacionarlos con la formación del movimiento obrero (pp. 103-105); no obstante, no advierte allí la componente, que podríamos llamar “ascética” (de inigualitaria autoafirmación, de concentración de energías, de “voluntad de poder”, en suma) que fue parte de tal formación, y que se hace notar en el discurso y la práctica de líderes como Luis Emilio Recabarren, Elías Lafferte, y otros y que se manifiesta discursivamente (en las mismas citas de Recabarren que incluye García Huidobro en su texto), como un alegato sobre la “crisis moral”. Precisamente, moral (en el sentido de La Genealogía de la Moral, de Nietzsche), y poder, están estrechamente relacionados.
6 Ver : José Joaquín Brunner, http://mt.educarchile.cl/mt/jjbrunner/archives/2007/09/educacion_debat.html
En la actualidad, casi el 100% del segmento etario correspondiente ingresa y permanece en la Enseñanza Media. De esta manera, los problemas de la pobreza, de la carencia de capital cultural, del futuro laboral, se trasladan hacia la escuela, y pasan a ser para ésta sus problemas prioritarios (y no ya la formación de elites: estas se reproducen “automáticamente”, en los colegios de pago).
Recordando con ira
Le robo el título a Harold Pinter (ups, a John Osborne, gracias a CE por la corrección), dramaturgo ya fallecido, y célebre "angry young man" de los años '50. Reflexiones sobre el presente, alimentadas por la experiencia del autor (yo), testigo a menudo, actor de segunda fila casi siempre, de la segunda mitad del siglo XX (y lo que ¡vaya! va ya del XXI).
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viernes, 20 de noviembre de 2009
jueves, 19 de noviembre de 2009
Tecnología, deseo, crisis
Este artículo trata de la influencia de la tecnología (la misma que uso para escribir y enviar este artículo), a la hora de explicar uno de los hitos del 2009, la crisis del sistema financiero mundial.
Básicamente, la crisis se deriva de la transformación radical que el negocio de la banca viene experimentando, a partir de los años ’70, con la masificación del computador y de las comunicaciones. Tradicionalmente, la banca era un negocio extremadamente conservador. De hecho, en Chile (pero también, en el mundo entero), hasta mediados de los años setenta, poseer una cuenta corriente (una chequera) era un signo de distinción social, equivalente a la pertenencia a una institución tan exclusiva como el Club de Golf. Un dato autobiográfico: a mi padre, modesto empleado público chileno, le costó muchos años obtener la suya. Y no olvido mi admiración reverencial ante su primera chequera, a fines de los ’60. La banca masificada, que se insinuaba ya en el Hemisferio Norte por esos años, era vista con sospecha por los banqueros chilenos: individuos grises, desconfiados, sin nada de la exposición mediática que tanto parece gustar a nuestro actual Hernán Somerville. La Casa Central del Banco Chile (el Banco de Chile), ubicada, tal como ahora, en la calle Ahumada (nuestro ahora masificado Paseo Ahumada) era un lugar tan solemne como una catedral; tan exclusivo como el Club de la Unión. En él, hasta de los cajeros emanaba un sentido de superioridad, de enigmático poder, como si de los funcionarios de El castillo, la novela de Kafka, se tratase.
Nada es así hoy. Enhorabuena. Pero antes de ponernos a celebrar el advenimiento (¡al fin!) de una democracia de masas, detengámonos un momento a ejercer ese anticuado ejercicio (que algunos hoy desprecian como una forma de “arriscar la nariz”). El viejo ejercicio de pensar. No pretendo monopolio alguno sobre él (bienvenidas las réplicas). Pero, sostengo, hemos pasado de una sociedad aristocrática (con complejas relaciones con el estado benefactor de la socialdemocracia, que no puedo aquí examinar), a una democracia del crédito, que se encuentra en la base la crisis actual (y de las que vendrán, en el futuro). Y ello, sostengo además, ha sido hecho posible por la tecnología.
En efecto: la tecnología de la computación y las comunicaciones ha posibilitado varias cosas. En primer lugar, masificar el acceso a los servicios financieros. En tiempos pre-computacionales, el costo de mantener una cuenta corriente era enorme. Imagínense ustedes a minuciosos y obscuros funcionarios dedicados a actualizar manualmente cartolas: a conciliar cheques depositados en bancos a todo lo largo del país (o peor: del orbe), sin otra ayuda que un papel, un lápiz y, quizás, una calculadora. El costo de este servicio sólo podía ser compensado por los intereses arrojados por cuentas corrientes (es decir, cuentas que no cobran intereses) con generosos saldos. En otras palabras, la exclusividad, la distinción social asociada al hecho de ser tenedor de una cuenta corriente, en tiempos pre-computacionales, se explica por un hecho, muy prosaico, pero determinante: sólo era rentable para la banca abrir cuentas corrientes a empresas o a individuos pudientes. Este hecho fue removido por la capacidad, que el computador otorga, de manejar enormes bases de datos. Con ello, los costos asociados a la mantención de cuentas corrientes se tornó despreciable. Y con ello, el control asociado a ellas se relajó: ya no el Gerente del Banco (las mayúsculas aquí son imprescindibles), sino el humilde ejecutivo de cuenta (un ingeniero comercial: es decir, un trabajador especializado) es ahora más que suficiente para decidir la apertura de una cuenta corriente. Banco del Estado mediante, hoy en Chile sólo hace falta tener un RUT. Asi, de paso, la ciudadanía pasa a coincidir con la calidad de cliente de la banca. Exagerando un poco las cosas (pero no tanto): chileno es, ahora, quien tiene una cuenta en el Banco de Chile.
La expansión universal de las cuentas corrientes va a la par con la expansión de crédito. Antes, obtener un crédito era una suerte de operación metafísica, alquímica. Los créditos de consumo y las líneas de crédito, tan comunes hoy, eran casi inexistentes (requerían de la confianza otorgada por uno de estos kafkianos personajes, el Gerente). Y los créditos para empresas tenían que ser evaluados, de nuevo, mediante papel y lápiz: demencial operación, puesto que bastaba con que cambiara un solo factor (la tasa de interés, el valor del dólar), para que los papeles fueran a parar al tarro de la basura, y hubiese que empezar de nuevo, desde cero. La cosa era lenta, trabajosa: tanto, como viajar en carreta. La computación cambió decisivamente este escenario. Ahora, la evaluación de un crédito es cuestión de segundos. Y la masificación hizo posible, cuestión decisiva en la crisis actual, distribuir globalmente el riesgo: si antes un crédito era evaluado en función de su riesgo inherente, ahora se trata más bien de la operación estadística de la “ley de los grandes números”: lo que determina el otorgamiento, o no, de un crédito, es el riesgo global asociado a una determinada población (por ejemplo: los compradores de casas entre los 30 y los 45 años). La expansión casi infinita de las comunicaciones contribuye también a esto. Dicha expansión ha hecho posible la constitución de un sistema financiero global, que “securitiza” paquetes enteros de créditos (hipotecarios, por ejemplo): en virtud de este proceso, los créditos son adicionados hasta conformar un paquete, cuyo riesgo es vendido a instituciones financieras repartidas en todo el orbe. Así, el riesgo asociado a un crédito otorgado a un habitante de La Florida puede resultar vendido a un banco, digamos, en Islandia.
De esta manera, globalizada, el crédito (bajo la forma de tarjetas de crédito, bancarias o de grandes tiendas, de créditos de consumo, de préstamos hipotecarios) se expande por todo el planeta. Surge así una ciudadanía global, coincidente con la ciudadanía del crédito.
Hasta aquí, todo bien (no arrisquemos la nariz). Pero hay un problema: la “ley de los grandes números” afirma que, en situaciones normales, los créditos “malos” (sub-prime, en la jerga financiera) se compensarán con los “buenos”. Por cada fresco, hay varios buenos pagadores. Pero esa “situación normal” es sólo probabilística: basta con que las propiedades en USA, que durante 120 años, no hicieron sino subir de precio, excepcionalmente bajen (pero ojo: tal “excepción” es producto de una sobreoferta, producida por el mismo sistema), para que todo se desmorone. Esa es la situación actual.
Algo más: si le creemos a los pensadores mas lúcidos de la Modernidad (personajes como Hobbes, como el mismo Hegel), lo que caracteriza al individuo moderno es su deseo infinito, ilimitado,. Este deseo, claro, era meramente un potencial. Difícil de realizar para la gran mayoría. En la actualidad, crédito y publicidad mediante, el deseo parece realizable, ahora, ya. Un dato: en Inglaterra (desconozco las cifras chilenas, pero deben ser semejantes), un banco que cayó en quiebra (Northern Rock) tenía, en promedio, deudas hipotecarias superiores en un 120% al respaldo real de estas deudas (el valor de mercado de las propiedades). De paso, tratándose de las instituciones bancarias mismas, esta situación es mucho peor: en Inglaterra, el muy respetable Barclays Bank tenía, al momento de la crisis, una tasa de endeudamiento del orden de ¡61 veces! sus activos reales. Pero volvamos a los modestos consumidores: ¿qué hace un consumidor con el 20% de diferencia entre el valor de la casa, que está comprando, y el crédito que consiguió? Muy fácil: dar rienda suelta a sus deseos (o los que la “tele” le dice que lo son): el ansiado 4x4, el viaje con los niños a Disney, las vacaciones para el matrimonio agonizante en Punta de Cana, la última TV de pantalla plana, el último computador.
Desde mi propio computador, insatisfecho, deseante (y también algo endeudado), escribo estos pensamientos.
Básicamente, la crisis se deriva de la transformación radical que el negocio de la banca viene experimentando, a partir de los años ’70, con la masificación del computador y de las comunicaciones. Tradicionalmente, la banca era un negocio extremadamente conservador. De hecho, en Chile (pero también, en el mundo entero), hasta mediados de los años setenta, poseer una cuenta corriente (una chequera) era un signo de distinción social, equivalente a la pertenencia a una institución tan exclusiva como el Club de Golf. Un dato autobiográfico: a mi padre, modesto empleado público chileno, le costó muchos años obtener la suya. Y no olvido mi admiración reverencial ante su primera chequera, a fines de los ’60. La banca masificada, que se insinuaba ya en el Hemisferio Norte por esos años, era vista con sospecha por los banqueros chilenos: individuos grises, desconfiados, sin nada de la exposición mediática que tanto parece gustar a nuestro actual Hernán Somerville. La Casa Central del Banco Chile (el Banco de Chile), ubicada, tal como ahora, en la calle Ahumada (nuestro ahora masificado Paseo Ahumada) era un lugar tan solemne como una catedral; tan exclusivo como el Club de la Unión. En él, hasta de los cajeros emanaba un sentido de superioridad, de enigmático poder, como si de los funcionarios de El castillo, la novela de Kafka, se tratase.
Nada es así hoy. Enhorabuena. Pero antes de ponernos a celebrar el advenimiento (¡al fin!) de una democracia de masas, detengámonos un momento a ejercer ese anticuado ejercicio (que algunos hoy desprecian como una forma de “arriscar la nariz”). El viejo ejercicio de pensar. No pretendo monopolio alguno sobre él (bienvenidas las réplicas). Pero, sostengo, hemos pasado de una sociedad aristocrática (con complejas relaciones con el estado benefactor de la socialdemocracia, que no puedo aquí examinar), a una democracia del crédito, que se encuentra en la base la crisis actual (y de las que vendrán, en el futuro). Y ello, sostengo además, ha sido hecho posible por la tecnología.
En efecto: la tecnología de la computación y las comunicaciones ha posibilitado varias cosas. En primer lugar, masificar el acceso a los servicios financieros. En tiempos pre-computacionales, el costo de mantener una cuenta corriente era enorme. Imagínense ustedes a minuciosos y obscuros funcionarios dedicados a actualizar manualmente cartolas: a conciliar cheques depositados en bancos a todo lo largo del país (o peor: del orbe), sin otra ayuda que un papel, un lápiz y, quizás, una calculadora. El costo de este servicio sólo podía ser compensado por los intereses arrojados por cuentas corrientes (es decir, cuentas que no cobran intereses) con generosos saldos. En otras palabras, la exclusividad, la distinción social asociada al hecho de ser tenedor de una cuenta corriente, en tiempos pre-computacionales, se explica por un hecho, muy prosaico, pero determinante: sólo era rentable para la banca abrir cuentas corrientes a empresas o a individuos pudientes. Este hecho fue removido por la capacidad, que el computador otorga, de manejar enormes bases de datos. Con ello, los costos asociados a la mantención de cuentas corrientes se tornó despreciable. Y con ello, el control asociado a ellas se relajó: ya no el Gerente del Banco (las mayúsculas aquí son imprescindibles), sino el humilde ejecutivo de cuenta (un ingeniero comercial: es decir, un trabajador especializado) es ahora más que suficiente para decidir la apertura de una cuenta corriente. Banco del Estado mediante, hoy en Chile sólo hace falta tener un RUT. Asi, de paso, la ciudadanía pasa a coincidir con la calidad de cliente de la banca. Exagerando un poco las cosas (pero no tanto): chileno es, ahora, quien tiene una cuenta en el Banco de Chile.
La expansión universal de las cuentas corrientes va a la par con la expansión de crédito. Antes, obtener un crédito era una suerte de operación metafísica, alquímica. Los créditos de consumo y las líneas de crédito, tan comunes hoy, eran casi inexistentes (requerían de la confianza otorgada por uno de estos kafkianos personajes, el Gerente). Y los créditos para empresas tenían que ser evaluados, de nuevo, mediante papel y lápiz: demencial operación, puesto que bastaba con que cambiara un solo factor (la tasa de interés, el valor del dólar), para que los papeles fueran a parar al tarro de la basura, y hubiese que empezar de nuevo, desde cero. La cosa era lenta, trabajosa: tanto, como viajar en carreta. La computación cambió decisivamente este escenario. Ahora, la evaluación de un crédito es cuestión de segundos. Y la masificación hizo posible, cuestión decisiva en la crisis actual, distribuir globalmente el riesgo: si antes un crédito era evaluado en función de su riesgo inherente, ahora se trata más bien de la operación estadística de la “ley de los grandes números”: lo que determina el otorgamiento, o no, de un crédito, es el riesgo global asociado a una determinada población (por ejemplo: los compradores de casas entre los 30 y los 45 años). La expansión casi infinita de las comunicaciones contribuye también a esto. Dicha expansión ha hecho posible la constitución de un sistema financiero global, que “securitiza” paquetes enteros de créditos (hipotecarios, por ejemplo): en virtud de este proceso, los créditos son adicionados hasta conformar un paquete, cuyo riesgo es vendido a instituciones financieras repartidas en todo el orbe. Así, el riesgo asociado a un crédito otorgado a un habitante de La Florida puede resultar vendido a un banco, digamos, en Islandia.
De esta manera, globalizada, el crédito (bajo la forma de tarjetas de crédito, bancarias o de grandes tiendas, de créditos de consumo, de préstamos hipotecarios) se expande por todo el planeta. Surge así una ciudadanía global, coincidente con la ciudadanía del crédito.
Hasta aquí, todo bien (no arrisquemos la nariz). Pero hay un problema: la “ley de los grandes números” afirma que, en situaciones normales, los créditos “malos” (sub-prime, en la jerga financiera) se compensarán con los “buenos”. Por cada fresco, hay varios buenos pagadores. Pero esa “situación normal” es sólo probabilística: basta con que las propiedades en USA, que durante 120 años, no hicieron sino subir de precio, excepcionalmente bajen (pero ojo: tal “excepción” es producto de una sobreoferta, producida por el mismo sistema), para que todo se desmorone. Esa es la situación actual.
Algo más: si le creemos a los pensadores mas lúcidos de la Modernidad (personajes como Hobbes, como el mismo Hegel), lo que caracteriza al individuo moderno es su deseo infinito, ilimitado,. Este deseo, claro, era meramente un potencial. Difícil de realizar para la gran mayoría. En la actualidad, crédito y publicidad mediante, el deseo parece realizable, ahora, ya. Un dato: en Inglaterra (desconozco las cifras chilenas, pero deben ser semejantes), un banco que cayó en quiebra (Northern Rock) tenía, en promedio, deudas hipotecarias superiores en un 120% al respaldo real de estas deudas (el valor de mercado de las propiedades). De paso, tratándose de las instituciones bancarias mismas, esta situación es mucho peor: en Inglaterra, el muy respetable Barclays Bank tenía, al momento de la crisis, una tasa de endeudamiento del orden de ¡61 veces! sus activos reales. Pero volvamos a los modestos consumidores: ¿qué hace un consumidor con el 20% de diferencia entre el valor de la casa, que está comprando, y el crédito que consiguió? Muy fácil: dar rienda suelta a sus deseos (o los que la “tele” le dice que lo son): el ansiado 4x4, el viaje con los niños a Disney, las vacaciones para el matrimonio agonizante en Punta de Cana, la última TV de pantalla plana, el último computador.
Desde mi propio computador, insatisfecho, deseante (y también algo endeudado), escribo estos pensamientos.
La izquierda y la fe supersticiosa en el Estado
Sin duda, Jorge Arrate impresiona como intelectualmente superior a sus contrincantes. No obstante, frente a los diversos problemas nacionales (salud, educación, pobreza, por sólo nombrar algunos), y sobre el financiamiento para darles alguna solución, su respuesta (y la de los partidos y personas que lo apoyan) es automática: “Estado”.
¿Hay algo que el Estado tenga que amerite tan automática respuesta? ¿Se encuentra esta respuesta de alguna manera relacionada con el pensamiento de Marx, o es el resultado de una contingencia histórica, pero cuya historicidad se ha olvidado, y por ello termina convertida en artículo de fe? Cuáles son las razones, tanto locales como internacionales, que han determinado que “izquierda” y “estatalismo”, o “estatolatría” hayan llegado a ser prácticamente sinónimos?
Empiezo por decir que, a partir de Marx sólo es posible entender al Estado como, en esencia, un animal peligroso, nocivo: en el mejor de los casos, un mal que transitoriamente habría que intentar domesticar, como etapa hacia una sociedad sin dominio, y por tanto sin Estado. Pues el Estado es una maquina que, de manera análoga al mercado, se apropia de las energías creadoras del ser humano, y las “cosifica”: las transforma en cosa extraña y opuesta a sus productores. A través del mercado, las cosas “olvidan” su historia (la sangre, el sudor, las neuronas y las vísceras invertidas en su producción) y se transforman en mercancías, dotadas de una propiedad enigmática y abstracta: su precio (valor de cambio, dirían los puristas, pero este no es un tratado). El trabajador moderno, bajo las condiciones del mercado capitalista, no se pauperiza (como en algún momento Marx lo pensó). Pero no puede ya reconocerse en lo que le es más propio, su producción.
Lo mismo sucede con el Estado. En condiciones modernas, de sociedades crecientemente masificadas, el Estado no puede sino operar por medio de una racionalidad abstracta (por ejemplo, la del derecho), ciega respecto a la complejidad de la vida humana. Esta racionalidad abstracta constituye una verdadera “jaula de hierro” (la expresión es de Max Weber, en cuyo pensamiento los pensadores marxistas más lúcidos del siglo XX, como Lukacs, Adorno y Horkheimer supieron reconocer una extensión del pensamiento de Marx). Al interior de esta jaula (la del Estado capitalista o socialista, lo mismo da), al individuo sólo se le ofrece la felicidad efímera de la evasión: en última instancia, el consumo y la caja de los sueños, la TV (los socialismos reales se desplomaron, sin que nadie disparara un solo tiro en su defensa, en 1989. Y a nadie que tenga una pizca de sentido histórico se le puede escapar el hecho de que los ciudadanos de estos desaparecidos países no eran “hombres nuevos”, sino consumidores y televidentes en potencia, ávidos de la única satisfacción para la cual las sociedades burocráticas los habían preparado).
Agrego que ni el mercado ni el Estado funcionan solos. El pretendido automatismo del mercado, como lo demostró ese notable historiador económico que fue Karl Polanyi (La Gran Transformación) se basa en una operación, políticamente conducida, de “cierre”, en virtud de la cual la tierra, el trabajo y el dinero son forzados a comportarse como mercancías. Las crisis, muestra Polanyi, son precisamente esos momentos en los cuales la política (es decir, la acción de agentes humanos que actúan, no automáticamente, sino de modo deliberado) sale a la superficie. Y, en cuanto al Estado, éste requiere de una burocracia o tecnocracia, de un estamento jerarquizado y con dominio de la racionalidad abstracta en sus diversas variantes. Este estamento es una clase social por derecho propio, en la medida en que está dotada de intereses que le son propios, no coincidentes con los de la sociedad en su conjunto. En cuanto clase social, la burocracia (sus niveles jerárquicos superiores, naturalmente) puede entrar en alianzas, explícitas o tácitas, con otras clases, por ejemplo, con la de los detentores del capital. Pero donde éstos dejan de existir, el resultado, como la historia de los socialismos reales, los únicos existentes más allá de la quimera, lo muestra, no es el paraíso en la tierra, sino “todo el poder a la burocracia”.
La crítica al Estado, al interior de la tradición del marxismo ruso, tuvo su postrera expresión en El Estado y la Revolución, obra de Lenin escrita en 1917, casi al filo de la Revolución. El Lenin que escribe allí es aún un intelectual marxista clásico, denunciando “la incomprensión de la crítica socialista de todo Estado en general” y la "fe supersticiosa en el Estado". También es, clásicamente, alguien para quien la revolución socialista, como tal, ha de ocurrir, no en un país marginal, atrasado, semifeudal, como Rusia, sino en los países de capitalismo avanzado, como Inglaterra o Alemania: allí, por así decirlo, la sociedad, madura en el desarrollo de sus fuerzas productivas, debiera estar en condiciones (éste es el núcleo del pensamiento de Marx) de “reabsorber” todas las manifestaciones de la racionalidad abstracta que son sus excrecencias cristalizadas, necrosadas (algo así como si un caracol, a partir de un cierto momento de su desarrollo, hubiese de ser capaz de reabsorber en su organismo la concha que es a la vez su habitación y su cárcel). Sólo así es posible imaginar una sociedad en la cual desaparezca toda división abstracta del trabajo y sea posible recuperar la unidad perdida del ser humano: en la cual se “hace cabalmente posible que yo pueda dedicarme hoy a esto y mañana a aquello, que pueda por la mañana cazar, por la tarde pescar y por la noche apacentar el ganado, y después de comer, si me place, dedicarme a criticar, sin necesidad de ser exclusivamente cazador, pescador, pastor o crítico, según los casos.” (Marx y Engeles, La Ideología Alemana).
Por cierto, es discutible a estas alturas si acaso tal unidad del ser humano responde a alguna posibilidad real, o si no es más que un residuo del cristianismo más o menos secularizado que se expresa en la filosofía alemana, de la cual el pensamiento marxista es aún deudor. Lo que quiero resaltar aquí es que es que el intelectual marxista clásico, que es Lenin aún en 1917, ha dejado de serlo en 1918. A partir de ese momento, al imponer, como político realista, la paz de Brest Livotsk (es decir, la paz unilateral con Alemania), paz que la izquierda del bolchevismo rechazaba, ha dirigido a la Revolución Rusa hacia el rumbo, que luego Stalin se encargará de afinar, del “socialismo en un solo país”. Este cambio de rumbo genera efectos globales, que a su vez retroalimentan y hacen irreversible este curso. En efecto, tal como los bolcheviques de izquierda lo señalaron en ese momento (y haberlo hecho les costará la vida, cuando venga el momento inevitable de las grandes purgas de los años ’30), con el mencionado tratado, el imperialismo alemán queda con las manos libres para reprimir a la (aún posible) revolución alemana, es decir, la revolución “clásicamente” verdadera, para la cual la revolución en Rusia no sería (observa la izquierda bolchevique entonces) sino una chispa catalizadora. De allí en adelante, el efecto se transforma crecientemente en causa. Cada paso que los bolcheviques rusos dan en pos de consolidar el socialismo en un solo país introduce en su arsenal teórico consideraciones diplomáticas y geopolíticas Y cada uno de estos pasos se justifica por el “atraso” de la revolución en Occidente; no obstante, tal atraso es, a la vez, el producto de esta geopolítica. Porque, llevado por esta lógica, sea en China, sean en la España republicana, sea en la Alemania de la pre IIa Guerra Mundial, el ya glorioso PCUS sistemáticamente sacrifica las posibilidades revolucionarias de los comunistas locales (y a estos mismos comunistas, de paso) por razones geopolíticas. Finalmente, en 1943, el Komintern es disuelto.
Nada, excepto ceguera histórica e intelectual, se obtiene con demonizar a Stalin culpándolo de estos fenómenos. Stalin, en el peor de los casos, fue “el hombre adecuado en el lugar adecuado”. Pero el problema viene de mucho más atrás: quizás, su origen se remonta a la fantástica idea (la metáfora del caracol reabsorbiendo su concha) de que sería posible una sociedad humana compleja sin estructuras impersonales, sean ellas las de la racionalidad (con su abstracción) o las del mercado o el Estado. En cambio, me adelanto, si ello fuera históricamente posible, se trataría de desacralizar tales estructuras, reconociendo a la vez su inevitabilidad, y la necesidad de su interacción.
El giro geopolítico en el pensamiento que aún se reclama “marxista” es acompañado, inevitablemente, en una sociedad “sin clases”, por el dominio sin contrapesos del Estado y de esa clase, la burocracia, la tecnocracia. Un hito que vale la pena recordar aquí es la publicación, por parte de Lenin, del texto “Más vale poco pero bueno”, fechado el 2 de marzo de 1923. Allí Lenin ha abandonado sus especulaciones clásico marxistas sobre la extinción del Estado: se trata ahora, para el político realista, de lo contrario: de establecer un estamento de burotecnócratas incorruptibles (la “Inspección Obrera”) capaz de llevar con firmeza el timón. Por cierto, para que esto ocurra (Lenin no lo dice, quizás no lo sabe), este estamento de incorruptibles no debe entrar en contactos íntimos con el pueblo al cual dirige, so pena de contraer sus vicios: ha de ser, como la historia posterior ampliamente lo habrá de probar, una clase separada del resto de la población, sobre la cual ejerce su dominación.
La ideología de esta clase es el positivismo tecnocientífico, disfrazado de marxismo, y transformado en religión de Estado. Las transformaciones de la base social no surgen espontáneamente, como lo había supuesto, en lo esencial, Marx. Por el contrario, como la industrialización acelerada de los años ’30 en la URSS, han de ser impuestas por el Partido Estado a sangre y fuego. Tal industrialización transforma, hasta cierto punto, a la URSS en una potencia moderna. No obstante, la masa obrera que tal industrialización genera ya no es, ni será jamás una clase, sino un apéndice de la burocracia. En efecto, esta masa no tiene manera de expresar sus intereses y de combatir por ellos; más bien, es el objeto pasivo de políticas públicas que, al igual que las políticas públicas del capitalismo del siglo XXI (por ejemplo: en Chile), determinan científico burocráticamente lo que debiera ser bueno para la gente. El resultado, entonces y ahora, es una suerte de gran depresión a escala societal, que la sociedad de la entretención se esfuerza por aliviar.
Estas políticas, por cierto, están destinadas a fallar, en la medida en que suponen la capacidad de modelar científicamente la complejidad de lo social, más allá de lo que cualquier modelo de optimización matemática, instalado en la más poderosa computadora imaginable, podría realizar. Por otra parte, la gente no es tonta, y aprende a reaccionar tal como los planificadores “descubren” que reaccionan. La “economía centralmente planificada” debió su ineficiencia, su incapacidad para elevar el nivel de las fuerzas productivas más allá del subdesarrollo, precisamente debido a ese perverso efecto. Operaba así: en cada ciclo de planificación, las unidades económicas y los sectores de la economía habían de cumplir con ciertas cuotas. ¿Pero cuál es la cuota? Los trabajadores, los administradores de nivel inferior quieren, obviamente, trabajar lo menos posible: sus superiores, si bien pueden ser presas de ciertos arrebatos de ambición (deseo de avanzar en la carrera burocrática mediante algún rendimiento excepcional arrancado a los trabajadores), aprenden rápidamente el valor de la prudencia. El resultado es, como la historia nuevamente lo demostró, que la ineficiencia queda incorporada al funcionamiento mismo del sistema, generada continuamente por él.
(Por cierto, hay una izquierda New Age que sostendría que la eficiencia no es un valor, y que por tanto la ineficiencia sistemática sí lo es. Se puede, por cierto, hacer el elogio de la ineficiencia: quizás, incluso, se debe. Pero pretender hacerlo desde las coordenadas teóricas del marxismo es ignorancia, o bien una muy oportuna adaptación a la cultura del hedonismo contemporáneo).
Hasta aquí, me he concentrado en mostrar como “la fe supersticiosa en el Estado”, que Lenin aún condenaba en 1917, pasó a ser algo así como la doctrina oficial de la izquierda mundial. Aterrizo brevemente en Chile, donde hay factores que a mi juicio refuerzan el fenómeno. Estos factores se resumen en la frase del historiador (alguna vez comunista; más tarde conservador) Mario Góngora, escrita al calor de la lucha entre la vieja derecha nacionalista y la derecha (neo) liberal desatada al interior de los partidarios de la dictadura de Pinochet a comienzos de los años 1980 (el conflicto entre “duros” y “blandos”). Escribe entonces Góngora, alineado con los “duros” ( Ensayo histórico sobre la noción de Estado en Chile durante los siglos XIX y XX. Santiago, 1981): “En Chile el Estado es la matriz de la nacionalidad: la nación no existiría sin el Estado…La nacionalidad chilena ha sido formada por un Estado que ha antecedido a ella”. Por cierto, no hay para qué tomar al pie de la letra la afirmación de Góngora (los Estados Nación, se podría pensar, han sido sin excepción engendrados desde un Estado): basta con ver en ella la expresión de “una fe supersticiosa” en el Estado que tanto la derecha nacionalista como la izquierda (una izquierda saturada por la ideología de la construcción del socialismo en un solo país) comparten durante buena parte del siglo XX. De todos modos, es el Estado el protagonista del “modelo de industrialización por substitución de importaciones”, que da cuenta de una parte significativa de la historia chilena del siglo XX. En virtud de éste, se establece una suerte de acuerdo tácito entre una burguesía nacional, que produce, protegida por elevadísimas tasas aduaneras, bienes comparativamente caros y malos; y un sindicalismo que, al elevar la tasa de salario, hace posible que los trabajadores adquieran estos bienes. Todo ello, a expensas de los bajos precios de los productos agrícolas. Por ello, el modelo se empieza a agotar cuando la demanda de modernidad penetra, ya en los años ’50, en el campo. Se produce la intensa migración del campo a la ciudad, y el Estado de Chile se ve enfrentado a demandas crecientes, imposibles de satisfacer. Más allá del anecdotario, quizás aquí están las raíces de la crisis del ’73 (crisis de un Estado desbordado por demandas que incentiva, pero no puede cumplir), y que transforma a Chile, de una sociedad centrada en el Estado, a una centrada en el mercado.
Termino. Cuando, frente a problemas en sectores como la salud, la educación, la previsión, la respuesta del candidato Jorge Arrate es, automáticamente: “el Estado”, habría que desconfiar (lo mismo como hay que desconfiar de quienes automáticamente responden “el mercado”). Si se trata de mejorar las prestaciones de salud, la educación, o lo que sea, nada garantiza a priori que el Estado lo hará mejor. Pero, se repondrá, el Estado no lucra. Pero, si lucrar es apoderarse de una parte del excedente económico, el Estado (es decir, la clase burocrática) sí lucra. O también se dirá, a diferencia de las empresas privadas (AFP’s, Isapres, colegios particulares subvencionados, empresas cupríferas transnacionales), el Estado está sometido al control democrático, mientras que las empresas no lo están. Pero, de nuevo, ésta es “fe supersticiosa”, “democratismo” (que rima con “cretinismo”), como se solía decir. Los asuntos públicos, en las sociedades modernas, son de una complejidad tal (o, clase tecnocrática mediante, han sido transferidos a la esfera de acción de Estado, de modo que sólo pueden ser vistos como “extremadamente complejos”), que quedan fuera del alcance de cualquiera que no sea especialista. En estas condiciones, las elecciones periódicas tratan, cada vez menos, de cuestiones substantivas, y cada vez más de venta de imagen. Se trata, en suma, de aliviar la presión social: de crear una apariencia de participación democrática donde, en verdad, no hay ni puede ya haber ninguna.
No es raro que ciertos gremios sean los más susceptibles de contraer la fe supersticiosa en el Estado. Me refiero a los profesores, que cubiertos de “mistraliana” aura, son sumos sacerdotes de este culto. Y no es raro, porque la enajenación pedagógica (es decir, la expropiación, por parte del Estado, de la capacidad de los seres humanos de aprender y enseñar, de modo que esta pasa a ser patrimonio exclusivo de una casta de funcionarios, y de modo que estos seres humanos quedan atrofiados, convertidos en eternos clientes del Estado) es una de las formas más poderosas de enajenación producidas por las sociedades modernas. El profesor (al margen de si está mejor o peor pagado) disfruta de un poder que sólo tiene precedentes en la casta sacerdotal: éste no es solamente cognitivo, sino también moral y disciplinario.
La izquierda hoy está intentando reagruparse. Jorge Arrate, con la mejor intención sin duda, termina su alocución el debate presidencial de Anatel, recordando, muy sugerentemente, la consigna “pan, techo y abrigo”, a la cual agrega algunas necesidades sociales más. Anteriormente, en el mismo debate, ha llamado a renacionalizar el cobre: es decir, a crear un conglomerado estatal tres veces mayor que Codelco. Como razón, aduce las cifras de utilidades de las empresas privadas que hoy producen los 2/3 del cobre en Chile. Pero, ¿Cuántas son las utilidades que obtendría la burotecnocracia estatal en un tal mega conglomerado? ¿Cuáles son los efectos de poder que de allí se seguirían? ¿Se ha tomado en cuenta el poder de presión, ejercido ya no sobre una empresa, sino directamente sobre el poder político, que la aristocracia funcionaria y obrera así obtendría? ¿No hay otras maneras de obtener los mismos recursos, por ejemplo mediante la regulación y el incremento de impuestos? Porque la relación inmediata entre poder político y poder económico determina que las decisiones económicas se transformen en directamente políticas (indirectamente, siempre lo son). Este maridaje, la experiencia histórica lo enseña, es el caldo de cultivo para la corrupción. De hecho, estas dos cuestiones, corrupción y enclaves de hiperpoder, tuvieron que ser enfrentadas en la construcción del socialismo (de la sociedad plenamente burocrática) en la URSS. Y cuando se hizo, se hizo de la única manera posible: mediante la más enérgica represión.
Por cierto, no son menos las deformaciones y los horrores que la fe supersticiosa en el mercado produce. Pero, si la izquierda alguna vez quiere ser realmente alternativa, sería bueno que considerara estas cuestiones.
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¿Hay algo que el Estado tenga que amerite tan automática respuesta? ¿Se encuentra esta respuesta de alguna manera relacionada con el pensamiento de Marx, o es el resultado de una contingencia histórica, pero cuya historicidad se ha olvidado, y por ello termina convertida en artículo de fe? Cuáles son las razones, tanto locales como internacionales, que han determinado que “izquierda” y “estatalismo”, o “estatolatría” hayan llegado a ser prácticamente sinónimos?
Empiezo por decir que, a partir de Marx sólo es posible entender al Estado como, en esencia, un animal peligroso, nocivo: en el mejor de los casos, un mal que transitoriamente habría que intentar domesticar, como etapa hacia una sociedad sin dominio, y por tanto sin Estado. Pues el Estado es una maquina que, de manera análoga al mercado, se apropia de las energías creadoras del ser humano, y las “cosifica”: las transforma en cosa extraña y opuesta a sus productores. A través del mercado, las cosas “olvidan” su historia (la sangre, el sudor, las neuronas y las vísceras invertidas en su producción) y se transforman en mercancías, dotadas de una propiedad enigmática y abstracta: su precio (valor de cambio, dirían los puristas, pero este no es un tratado). El trabajador moderno, bajo las condiciones del mercado capitalista, no se pauperiza (como en algún momento Marx lo pensó). Pero no puede ya reconocerse en lo que le es más propio, su producción.
Lo mismo sucede con el Estado. En condiciones modernas, de sociedades crecientemente masificadas, el Estado no puede sino operar por medio de una racionalidad abstracta (por ejemplo, la del derecho), ciega respecto a la complejidad de la vida humana. Esta racionalidad abstracta constituye una verdadera “jaula de hierro” (la expresión es de Max Weber, en cuyo pensamiento los pensadores marxistas más lúcidos del siglo XX, como Lukacs, Adorno y Horkheimer supieron reconocer una extensión del pensamiento de Marx). Al interior de esta jaula (la del Estado capitalista o socialista, lo mismo da), al individuo sólo se le ofrece la felicidad efímera de la evasión: en última instancia, el consumo y la caja de los sueños, la TV (los socialismos reales se desplomaron, sin que nadie disparara un solo tiro en su defensa, en 1989. Y a nadie que tenga una pizca de sentido histórico se le puede escapar el hecho de que los ciudadanos de estos desaparecidos países no eran “hombres nuevos”, sino consumidores y televidentes en potencia, ávidos de la única satisfacción para la cual las sociedades burocráticas los habían preparado).
Agrego que ni el mercado ni el Estado funcionan solos. El pretendido automatismo del mercado, como lo demostró ese notable historiador económico que fue Karl Polanyi (La Gran Transformación) se basa en una operación, políticamente conducida, de “cierre”, en virtud de la cual la tierra, el trabajo y el dinero son forzados a comportarse como mercancías. Las crisis, muestra Polanyi, son precisamente esos momentos en los cuales la política (es decir, la acción de agentes humanos que actúan, no automáticamente, sino de modo deliberado) sale a la superficie. Y, en cuanto al Estado, éste requiere de una burocracia o tecnocracia, de un estamento jerarquizado y con dominio de la racionalidad abstracta en sus diversas variantes. Este estamento es una clase social por derecho propio, en la medida en que está dotada de intereses que le son propios, no coincidentes con los de la sociedad en su conjunto. En cuanto clase social, la burocracia (sus niveles jerárquicos superiores, naturalmente) puede entrar en alianzas, explícitas o tácitas, con otras clases, por ejemplo, con la de los detentores del capital. Pero donde éstos dejan de existir, el resultado, como la historia de los socialismos reales, los únicos existentes más allá de la quimera, lo muestra, no es el paraíso en la tierra, sino “todo el poder a la burocracia”.
La crítica al Estado, al interior de la tradición del marxismo ruso, tuvo su postrera expresión en El Estado y la Revolución, obra de Lenin escrita en 1917, casi al filo de la Revolución. El Lenin que escribe allí es aún un intelectual marxista clásico, denunciando “la incomprensión de la crítica socialista de todo Estado en general” y la "fe supersticiosa en el Estado". También es, clásicamente, alguien para quien la revolución socialista, como tal, ha de ocurrir, no en un país marginal, atrasado, semifeudal, como Rusia, sino en los países de capitalismo avanzado, como Inglaterra o Alemania: allí, por así decirlo, la sociedad, madura en el desarrollo de sus fuerzas productivas, debiera estar en condiciones (éste es el núcleo del pensamiento de Marx) de “reabsorber” todas las manifestaciones de la racionalidad abstracta que son sus excrecencias cristalizadas, necrosadas (algo así como si un caracol, a partir de un cierto momento de su desarrollo, hubiese de ser capaz de reabsorber en su organismo la concha que es a la vez su habitación y su cárcel). Sólo así es posible imaginar una sociedad en la cual desaparezca toda división abstracta del trabajo y sea posible recuperar la unidad perdida del ser humano: en la cual se “hace cabalmente posible que yo pueda dedicarme hoy a esto y mañana a aquello, que pueda por la mañana cazar, por la tarde pescar y por la noche apacentar el ganado, y después de comer, si me place, dedicarme a criticar, sin necesidad de ser exclusivamente cazador, pescador, pastor o crítico, según los casos.” (Marx y Engeles, La Ideología Alemana).
Por cierto, es discutible a estas alturas si acaso tal unidad del ser humano responde a alguna posibilidad real, o si no es más que un residuo del cristianismo más o menos secularizado que se expresa en la filosofía alemana, de la cual el pensamiento marxista es aún deudor. Lo que quiero resaltar aquí es que es que el intelectual marxista clásico, que es Lenin aún en 1917, ha dejado de serlo en 1918. A partir de ese momento, al imponer, como político realista, la paz de Brest Livotsk (es decir, la paz unilateral con Alemania), paz que la izquierda del bolchevismo rechazaba, ha dirigido a la Revolución Rusa hacia el rumbo, que luego Stalin se encargará de afinar, del “socialismo en un solo país”. Este cambio de rumbo genera efectos globales, que a su vez retroalimentan y hacen irreversible este curso. En efecto, tal como los bolcheviques de izquierda lo señalaron en ese momento (y haberlo hecho les costará la vida, cuando venga el momento inevitable de las grandes purgas de los años ’30), con el mencionado tratado, el imperialismo alemán queda con las manos libres para reprimir a la (aún posible) revolución alemana, es decir, la revolución “clásicamente” verdadera, para la cual la revolución en Rusia no sería (observa la izquierda bolchevique entonces) sino una chispa catalizadora. De allí en adelante, el efecto se transforma crecientemente en causa. Cada paso que los bolcheviques rusos dan en pos de consolidar el socialismo en un solo país introduce en su arsenal teórico consideraciones diplomáticas y geopolíticas Y cada uno de estos pasos se justifica por el “atraso” de la revolución en Occidente; no obstante, tal atraso es, a la vez, el producto de esta geopolítica. Porque, llevado por esta lógica, sea en China, sean en la España republicana, sea en la Alemania de la pre IIa Guerra Mundial, el ya glorioso PCUS sistemáticamente sacrifica las posibilidades revolucionarias de los comunistas locales (y a estos mismos comunistas, de paso) por razones geopolíticas. Finalmente, en 1943, el Komintern es disuelto.
Nada, excepto ceguera histórica e intelectual, se obtiene con demonizar a Stalin culpándolo de estos fenómenos. Stalin, en el peor de los casos, fue “el hombre adecuado en el lugar adecuado”. Pero el problema viene de mucho más atrás: quizás, su origen se remonta a la fantástica idea (la metáfora del caracol reabsorbiendo su concha) de que sería posible una sociedad humana compleja sin estructuras impersonales, sean ellas las de la racionalidad (con su abstracción) o las del mercado o el Estado. En cambio, me adelanto, si ello fuera históricamente posible, se trataría de desacralizar tales estructuras, reconociendo a la vez su inevitabilidad, y la necesidad de su interacción.
El giro geopolítico en el pensamiento que aún se reclama “marxista” es acompañado, inevitablemente, en una sociedad “sin clases”, por el dominio sin contrapesos del Estado y de esa clase, la burocracia, la tecnocracia. Un hito que vale la pena recordar aquí es la publicación, por parte de Lenin, del texto “Más vale poco pero bueno”, fechado el 2 de marzo de 1923. Allí Lenin ha abandonado sus especulaciones clásico marxistas sobre la extinción del Estado: se trata ahora, para el político realista, de lo contrario: de establecer un estamento de burotecnócratas incorruptibles (la “Inspección Obrera”) capaz de llevar con firmeza el timón. Por cierto, para que esto ocurra (Lenin no lo dice, quizás no lo sabe), este estamento de incorruptibles no debe entrar en contactos íntimos con el pueblo al cual dirige, so pena de contraer sus vicios: ha de ser, como la historia posterior ampliamente lo habrá de probar, una clase separada del resto de la población, sobre la cual ejerce su dominación.
La ideología de esta clase es el positivismo tecnocientífico, disfrazado de marxismo, y transformado en religión de Estado. Las transformaciones de la base social no surgen espontáneamente, como lo había supuesto, en lo esencial, Marx. Por el contrario, como la industrialización acelerada de los años ’30 en la URSS, han de ser impuestas por el Partido Estado a sangre y fuego. Tal industrialización transforma, hasta cierto punto, a la URSS en una potencia moderna. No obstante, la masa obrera que tal industrialización genera ya no es, ni será jamás una clase, sino un apéndice de la burocracia. En efecto, esta masa no tiene manera de expresar sus intereses y de combatir por ellos; más bien, es el objeto pasivo de políticas públicas que, al igual que las políticas públicas del capitalismo del siglo XXI (por ejemplo: en Chile), determinan científico burocráticamente lo que debiera ser bueno para la gente. El resultado, entonces y ahora, es una suerte de gran depresión a escala societal, que la sociedad de la entretención se esfuerza por aliviar.
Estas políticas, por cierto, están destinadas a fallar, en la medida en que suponen la capacidad de modelar científicamente la complejidad de lo social, más allá de lo que cualquier modelo de optimización matemática, instalado en la más poderosa computadora imaginable, podría realizar. Por otra parte, la gente no es tonta, y aprende a reaccionar tal como los planificadores “descubren” que reaccionan. La “economía centralmente planificada” debió su ineficiencia, su incapacidad para elevar el nivel de las fuerzas productivas más allá del subdesarrollo, precisamente debido a ese perverso efecto. Operaba así: en cada ciclo de planificación, las unidades económicas y los sectores de la economía habían de cumplir con ciertas cuotas. ¿Pero cuál es la cuota? Los trabajadores, los administradores de nivel inferior quieren, obviamente, trabajar lo menos posible: sus superiores, si bien pueden ser presas de ciertos arrebatos de ambición (deseo de avanzar en la carrera burocrática mediante algún rendimiento excepcional arrancado a los trabajadores), aprenden rápidamente el valor de la prudencia. El resultado es, como la historia nuevamente lo demostró, que la ineficiencia queda incorporada al funcionamiento mismo del sistema, generada continuamente por él.
(Por cierto, hay una izquierda New Age que sostendría que la eficiencia no es un valor, y que por tanto la ineficiencia sistemática sí lo es. Se puede, por cierto, hacer el elogio de la ineficiencia: quizás, incluso, se debe. Pero pretender hacerlo desde las coordenadas teóricas del marxismo es ignorancia, o bien una muy oportuna adaptación a la cultura del hedonismo contemporáneo).
Hasta aquí, me he concentrado en mostrar como “la fe supersticiosa en el Estado”, que Lenin aún condenaba en 1917, pasó a ser algo así como la doctrina oficial de la izquierda mundial. Aterrizo brevemente en Chile, donde hay factores que a mi juicio refuerzan el fenómeno. Estos factores se resumen en la frase del historiador (alguna vez comunista; más tarde conservador) Mario Góngora, escrita al calor de la lucha entre la vieja derecha nacionalista y la derecha (neo) liberal desatada al interior de los partidarios de la dictadura de Pinochet a comienzos de los años 1980 (el conflicto entre “duros” y “blandos”). Escribe entonces Góngora, alineado con los “duros” ( Ensayo histórico sobre la noción de Estado en Chile durante los siglos XIX y XX. Santiago, 1981): “En Chile el Estado es la matriz de la nacionalidad: la nación no existiría sin el Estado…La nacionalidad chilena ha sido formada por un Estado que ha antecedido a ella”. Por cierto, no hay para qué tomar al pie de la letra la afirmación de Góngora (los Estados Nación, se podría pensar, han sido sin excepción engendrados desde un Estado): basta con ver en ella la expresión de “una fe supersticiosa” en el Estado que tanto la derecha nacionalista como la izquierda (una izquierda saturada por la ideología de la construcción del socialismo en un solo país) comparten durante buena parte del siglo XX. De todos modos, es el Estado el protagonista del “modelo de industrialización por substitución de importaciones”, que da cuenta de una parte significativa de la historia chilena del siglo XX. En virtud de éste, se establece una suerte de acuerdo tácito entre una burguesía nacional, que produce, protegida por elevadísimas tasas aduaneras, bienes comparativamente caros y malos; y un sindicalismo que, al elevar la tasa de salario, hace posible que los trabajadores adquieran estos bienes. Todo ello, a expensas de los bajos precios de los productos agrícolas. Por ello, el modelo se empieza a agotar cuando la demanda de modernidad penetra, ya en los años ’50, en el campo. Se produce la intensa migración del campo a la ciudad, y el Estado de Chile se ve enfrentado a demandas crecientes, imposibles de satisfacer. Más allá del anecdotario, quizás aquí están las raíces de la crisis del ’73 (crisis de un Estado desbordado por demandas que incentiva, pero no puede cumplir), y que transforma a Chile, de una sociedad centrada en el Estado, a una centrada en el mercado.
Termino. Cuando, frente a problemas en sectores como la salud, la educación, la previsión, la respuesta del candidato Jorge Arrate es, automáticamente: “el Estado”, habría que desconfiar (lo mismo como hay que desconfiar de quienes automáticamente responden “el mercado”). Si se trata de mejorar las prestaciones de salud, la educación, o lo que sea, nada garantiza a priori que el Estado lo hará mejor. Pero, se repondrá, el Estado no lucra. Pero, si lucrar es apoderarse de una parte del excedente económico, el Estado (es decir, la clase burocrática) sí lucra. O también se dirá, a diferencia de las empresas privadas (AFP’s, Isapres, colegios particulares subvencionados, empresas cupríferas transnacionales), el Estado está sometido al control democrático, mientras que las empresas no lo están. Pero, de nuevo, ésta es “fe supersticiosa”, “democratismo” (que rima con “cretinismo”), como se solía decir. Los asuntos públicos, en las sociedades modernas, son de una complejidad tal (o, clase tecnocrática mediante, han sido transferidos a la esfera de acción de Estado, de modo que sólo pueden ser vistos como “extremadamente complejos”), que quedan fuera del alcance de cualquiera que no sea especialista. En estas condiciones, las elecciones periódicas tratan, cada vez menos, de cuestiones substantivas, y cada vez más de venta de imagen. Se trata, en suma, de aliviar la presión social: de crear una apariencia de participación democrática donde, en verdad, no hay ni puede ya haber ninguna.
No es raro que ciertos gremios sean los más susceptibles de contraer la fe supersticiosa en el Estado. Me refiero a los profesores, que cubiertos de “mistraliana” aura, son sumos sacerdotes de este culto. Y no es raro, porque la enajenación pedagógica (es decir, la expropiación, por parte del Estado, de la capacidad de los seres humanos de aprender y enseñar, de modo que esta pasa a ser patrimonio exclusivo de una casta de funcionarios, y de modo que estos seres humanos quedan atrofiados, convertidos en eternos clientes del Estado) es una de las formas más poderosas de enajenación producidas por las sociedades modernas. El profesor (al margen de si está mejor o peor pagado) disfruta de un poder que sólo tiene precedentes en la casta sacerdotal: éste no es solamente cognitivo, sino también moral y disciplinario.
La izquierda hoy está intentando reagruparse. Jorge Arrate, con la mejor intención sin duda, termina su alocución el debate presidencial de Anatel, recordando, muy sugerentemente, la consigna “pan, techo y abrigo”, a la cual agrega algunas necesidades sociales más. Anteriormente, en el mismo debate, ha llamado a renacionalizar el cobre: es decir, a crear un conglomerado estatal tres veces mayor que Codelco. Como razón, aduce las cifras de utilidades de las empresas privadas que hoy producen los 2/3 del cobre en Chile. Pero, ¿Cuántas son las utilidades que obtendría la burotecnocracia estatal en un tal mega conglomerado? ¿Cuáles son los efectos de poder que de allí se seguirían? ¿Se ha tomado en cuenta el poder de presión, ejercido ya no sobre una empresa, sino directamente sobre el poder político, que la aristocracia funcionaria y obrera así obtendría? ¿No hay otras maneras de obtener los mismos recursos, por ejemplo mediante la regulación y el incremento de impuestos? Porque la relación inmediata entre poder político y poder económico determina que las decisiones económicas se transformen en directamente políticas (indirectamente, siempre lo son). Este maridaje, la experiencia histórica lo enseña, es el caldo de cultivo para la corrupción. De hecho, estas dos cuestiones, corrupción y enclaves de hiperpoder, tuvieron que ser enfrentadas en la construcción del socialismo (de la sociedad plenamente burocrática) en la URSS. Y cuando se hizo, se hizo de la única manera posible: mediante la más enérgica represión.
Por cierto, no son menos las deformaciones y los horrores que la fe supersticiosa en el mercado produce. Pero, si la izquierda alguna vez quiere ser realmente alternativa, sería bueno que considerara estas cuestiones.
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